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15 abril 2026

JOSÉ. María está embarazada

María está embarazada

Cleofás no apareció por la casa de José hasta la noche del día siguiente. En cuanto lo vio, José supo en seguida que su futuro cuñado se presentaba con algún asunto desagradable, y que le costaría bastante expresarlo. El hombre corpulento venía ofuscado, enfadado y azorado al propio tiempo. Se quedaba mirando fijamente al suelo y frotándose apurado sus grandes manos. Al proponerle José que cenaran juntos, rehusó con la cabeza. Podía verse que no estaba ni para comer ni para beber, ni para hacer nada mientras no se desprendiera del peso que le oprimía el corazón.
José trataba de mantener la calma, pero el corazón le latía inquieto. El mismo se sentía desde la víspera como oso enjaulado. Las palabras lanzadas en el sendero confirmaron lo que vieron sus ojos: Miriam había vuelto. Pero ¿por qué nadie se lo había dicho? Cleofás acababa de llegar ahora, resoplando, mesándose la barba, molesto. José estaba convencido de que el asunto que le traía estaba relacionado con Miriam y era algo también desagradable, como las risitas oídas el día anterior.
Ya se había olvidado del dolor causado por la marcha repentina de Miriam. El tiempo había contribuido a ello, el amor y la añoranza se impusieron al resentimiento. Al final se explicó aquel modo de proceder de ella: supuso que querría acompañarla y le había parecido que no podía aceptarlo. La llamada de Isabel era probablemente urgente, tenía que darse prisa. Luego estaría ocupada con la tía sin posibilidades de ir a Jerusalén para buscar una caravana que llevara la noticia. Aquel hombre dijo que Isabel se ocultaba con su embarazo. Este ocultamiento le había causado también problemas a Miriam. Volverá, pensaba, y todo se aclarará. Los pensamientos perturbadores se esfumaban como el humo. ¡Si pudiera verla pronto! ¡Si pudiera introducirla cuanto antes en casa! La espera no le habría parecido tan penosa durante el verano, pero ahora se le hacía insoportable ¡No estaba en condiciones de esperar por más tiempo!
Cleofás se enroscaba la barba con el dedo, y se daba tirones con impaciencia. Seguía resoplando. Por fin dijo:
—Quizás ya lo sabes... Isabel dio a luz un niño...
—¿De dónde iba a saberlo?
En esta pregunta había un reproche. Pero Cleofás continuó como si no lo hubiera notado.
—Pues ha ocurrido lo que nadie podía imaginar. Tiene un hijo. Al pequeño le han llamado Juan. Es extraño. No hay ningún Juan en su familia...
Consiguió soltar estas palabras y volvió a callar. Este no era ciertamente el asunto con el que vino.
—Miriam ha vuelto... —dijo finalmente en un soplo.
Volvió a callar. José aguardaba con un silencio cada vez más inquieto. Rezaba para sus adentros. Tenía el presentimiento de que dentro de un instante iba a caerle encima algo enormemente doloroso.
—Estuvo mal hecho que no te fueras con ella entonces... —dijo Cleofás.
—¿Cómo podía haber ido? Si se marchó sin avisarme siquiera. Además, sabes que...
Cleofás no escuchaba sus palabras. Seguía con lo suyo.
—No está bien que no la introdujeras en tu casa...
Mordiéndose los labios, que empezaron a temblarle, José dijo:
—Si fuiste tú mismo quien dijo que tenía que transcurrir el tiempo prescrito. Hemos acordado que la entrada en la casa se haría ahora...
—Es cierto —reconoció Cleofás—. Es cierto... Pero no suponía... No sé... —tartamudeaba... de repente lo soltó:— ¡Está embarazada!
—¿Miriam? —gritó José aturdido.
Era lo que más le había costado decir a Cleofás. Ahora se expresaba con soltura, con violencia, con una rabia que parecía crecer con las palabras.
—¡Te has portado mal! Es como una niña. Estaba bajo mi protección y tú... ¡Haberlo dicho! Se podía haber abreviado el tiempo de noviazgo. Si lo hubieras dicho... Pero tal como lo has hecho. ¡Qué papelón! No lo esperaba de ti. Pensaba que me podía fiar de ti. ¡Qué dirán los demás...! Y estaba bajo nuestro techo. ¡Te he tratado como a un hermano! ¡Me has fallado!
—Pero yo... —empezó, y se paró en seguida.
El aturdimiento se convirtió en un río de dolor, que brotaba de lo más hondo de sus entrañas. Se mordió los labios con fuerza, hasta hacerse sangre. No quería dejarlos hablar solos. ¿Qué iba a decir? No podía acusarla... Si la acusara... En Judea eso significaría pena de muerte. Aquí en Nazaret no se lapidaba a las esposas infieles, pero el desprecio que caería sobre la muchacha tendría el mismo efecto letal que una lluvia de piedras. Instintivamente apretó la mano sobre el corazón, que le latía con violencia. Bajó la cabeza con gesto de culpabilidad.
—¡Me has fallado! —continuó Cleofás. Mientras José se encerraba en su silencio, él alzaba su voz airada—. Nos has hecho mucho daño. Estamos avergonzados. ¿Cómo podemos mirar a la gente? ¿Qué dirán, si todo el mundo puede ver cómo está ella? A ella también le hiciste daño. Pensaba que eras un hombre digno. Tenía confianza en ti. No os he prohibido veros juntos. Pensaba: eres piadoso, conoces los preceptos. Decías cosas que me parecían demasiado atrevidas, pero pensaba... Pensaba que si te habían recomendado Zacarías e Isabel podía tener confianza en ti. ¡No se me ocurrió pensar siquiera que pudieras obrar así!
Se levantó de un brinco. De pie delante de José, sacudía sus enormes manos, le escupía las palabras directamente a la cara.
—¡Si lo hubieras dicho...! Pero tú preferiste ocultarlo. Las mujeres se dieron cuenta las primeras. Empezaron a burlarse. ¡Mi mujer no sabe para dónde mirar! ¡Está avergonzada! ¡Y yo también estoy avergonzado!
Agarró a José por la pechera de la túnica,
—¿Por qué lo has hecho? —chilló—. ¡Tú, tú...! —parecía estar buscando una palabra suficientemente ofensiva.
José callaba. Seguía de pie con la cabeza agachada, como alguien avergonzado por una mala acción que le están reprochando. Sentía sobre la cara el aliento caliente de Cleofás. Estaba convencido de que el otro iba a escupirle a la cara en cualquier momento o pegarle. Que escupa pensaba, que diga las cosas peores, con tal que aquello no fuera cierto... ¡Pero era cierto! Por eso se habían burlado las mujeres en el sendero.
Cleofás siguió durante un rato resoplándole en la cara iracundo, luego lo soltó de repente, giró sobre los talones y, rápidamente, sin decir palabra, se marchó. Cuando José levantó la cabeza, solo vio una espalda que se alejaba. No lo llamó. No tenía nada que decirle.
JAN DOBRACZYNSKI