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1 abril 2026

JOSÉ. Muere Jacob, padre de José

Muere Jacob, padre de José

Ya había pasado la mitad del mes de kislew. Un viento frío y seco absorbía las últimas huellas de las lluvias otoñales.
Miriam no regresaba. Al llegar a casa de su tía, mandó un recado a su cuñado diciendo que había llegado felizmente y que debía quedarse con Isabel embarazada. La noticia inverosímil había sido confirmada: la esposa de Zacarías esperaba, de verdad, un niño. Pero tras esta noticia, se hizo el silencio. Pasaban los meses, y ni Miriam regresaba ni tampoco llegaba ninguna noticia suya.
José seguía trabajando mucho y este trabajo le hacía más corto y llevadero el tiempo de espera, que discurría perezosamente. Aumentaba su fama de naggar habilidoso, capaz de realizar cualquier trabajo.
Cierto día, apareció por el taller de José un hombre ricamente vestido, con un collar en el cuello y unas sandalias de piel púrpura. Iba montado en un burro y acompañado por dos servidores. Uno llevaba abierto encima del viajero un parasol verde. José sintió cierta inquietud al adivinar en el visitante un funcionario real. Pero en cuanto empezó a hablar, desaparecieron sus preocupaciones. Resultó que habían llegado noticias del talento del artesano hasta el palacio de Sebaste. El funcionario era enviado para comprobar si el naggar de Nazaret podría realizar un trabajo poco común: un asiento para la litera utilizada por el rey en sus desplazamientos.
—Lo que voy a decir —dijo el funcionario despatarrado en el banco frente a José— no puede salir de aquí. ¡Recuerda —amenazó a José con el dedo— que te está prohibido repetirlo a nadie! Te pesará si empiezas a divulgarlo. Pero creo que no eres tonto. Entonces escucha: el rey está aquejado por una enfermedad. Al andar le dan dolores, y hay que portarlo. Para que no se presente el dolor tiene que estar cómodamente sentado. Debes poner toda tu capacidad a prueba. Si haces bien las cosas, te pagarán soberanamente y tendrás fama de haber trabajado para el rey. Tal vez recibas más encargos. Pero te lo vuelvo a recordar: ¡ni una palabra de la enfermedad del rey! Ni a tu madre, ni a tu mujer, ni a tus hijos ¡A nadie! Si me entero de que divulgas lo que te he contado, volveré acompañado de soldados que se encargarán de ti. ¡Recuerda! —volvió a levantar el dedo amenazador.
José asintió con la cabeza. El misterio del funcionario le había sorprendido bastante, pues la enfermedad del rey era la comidilla de todo el mundo en el país.
El otro arrojó una moneda de oro como anticipo y, ayudado por su siervo se montó en el burro y se alejó. José empezó inmediatamente el trabajo. El encargo tenía que estar listo muy pronto, el funcionario había anunciado que volvería al cuarto día para recoger el trabajo.
Apareció efectivamente al cuarto día, con ademán fiero, persuadido de que no había cumplido con el plazo. Pero el trabajo terminado estaba esperando. Mirando el asiento, no pudo ocultar su satisfacción. Le preguntó a José cuánto pedía por su trabajo, y al oír el precio, en su cara demacrada, ratonil, apareció una expresión de incredulidad. Mandó que le repitiera de nuevo el precio. Entonces soltó una carcajada. Cayó inmediatamente en un excelente humor. Le dio a José unas palmaditas en la espalda. Llamó a los servidores. A uno le ordenó envolver cuidadosamente el asiento y cargarlo al lomo del asno traído adrede, y al otro le ordenó sacar de las alforjas un odre de vino.
—Siéntate —le dijo a José, señalándole un sitio a su lado en el banco—. Veo que eres hábil e inteligente. Me has caído bien. Brindaré contigo por el trabajo bien hecho. En tu vida habrás bebido un vino semejante. Un auténtico vino de la mesa del rey.
El servidor llenó las copas con vino. José trajo una jarra de agua para el vino, pero el funcionario alejó la jarra con un movimiento despectivo.
—¿Te has vuelto loco? ¿Agua en semejante vino? Eres un simple. Pero me gustas a pesar de todo. ¿Cómo te llamas?
—José, hijo de Jacob.
—Me acordaré de ti, José. Se dice que en Nazaret no hay más que ladrones y tramposos. Pero tú veo que eres honrado. Te haré un favor hablando de ti en la corte del rey. No te faltarán encargos. No te olvides a quién se lo debes. Me llamo Costobar y soy uno de los servidores del gran Boarges, que vela por la seguridad del rey...
José no le hacía ninguna pregunta a su huésped, pero Costobar, cuyo buen humor se había incrementado por influjo del vino, se soltó y empezó a hablar de lo que ocurría en la corte del rey.
—Lo peor que tenemos, amigo mío, son los cacareos de las mujeres —decía—. Un pulular de mujeres, todas hablando y riñendo a la vez. Salomé y sus hijas están de uñas con Roxana, su madre y su hermana. Y con ellas, todas las cortesanas están dispuestas a sacarse los ojos. Han enemistado al rey con su hermano y, como es muy impulsivo, se enfada muy fácilmente. Tal vez sea ése el motivo de sus constantes ataques de dolor... Recuerda, no lo comentes con nadie. A veces el dolor es tan intenso que chilla como un loco. Ya no se fija tanto en las mujeres. Creo que le apetecería todavía la mujer de su hermano, pero ella se resiste... Una mujer astuta, tiene sus planes... No lo cuentes, pero se reúne con los jefes de los fariseos y habla con ellos. Ellos le prometen muchas cosas. Se cuenta que saben hacer milagros. Mi señor le pidió a Roxana que le consiga de ellos la capacidad de tener relaciones con las mujeres. Desea tener un hijo... No sé si serán capaces de realizar semejante milagro estos fariseos vuestros. ¿Qué te parece a ti?
—Lo dudo...
—Sin embargo lo prometen. Tú no sabes nada, eres un patán, aunque sabes hacer cosas hermosas. Que no se te ocurra repetirlo. ¡Recuerda! El rey dejó de desear a las mujeres. Prefiere a los chicos...
—¡Qué horror...!
Costobar lanzó una carcajada.
—¿Ves qué simple eres? Estas son las costumbres reales. El rey tiene a uno en particular... Un chico guapo y nada tonto. Me llevo bien con él, le hago diferentes regalos. Acabo de comprarle unos brazaletes... Esto cuesta, pero merece la pena. De todas formas, cuando das algo con una mano, a veces cae algo en la otra...
Narraba hechos cada vez más horrendos. José trataba de no escuchar sus palabras. La gente contaba muchas cosas y disfrutaba hablando de las costumbres repulsivas que imperaban en la corte. Se indignaban, aunque también se deleitaban con estas historias. José no las soportaba. El escucharlas ensuciaba la imaginación. Las cosas oídas, aun en contra de su voluntad, quedaban en la memoria. Despertaban en los momentos de debilidad. Por otra parte, estos momentos se daban y sabía que seguirían dándose. Al aceptar la petición de Miriam, no se hacía ilusiones: incluso el amor más grande no sustituía la necesidad vigilante. El sacrificio que había hecho no era de una sola vez. Había que repetirlo constantemente.
Costobar no dejaba de chismorrear. Sorbía su vino sin parar y estaba ya muy bebido.
—Todo esto te lo callas, ¿entiendes? —repetía—. Te lo digo porque me encariñé contigo. Pero es sólo para ti. Si llegas a repetirlo, se acabó... Tendría que decirlo a mi señor, y él... ¿Entiendes? Tú eres un am-ha'arez— Pero me has caído simpático... Haces cosas bonitas. No metas la nariz en los asuntos de la gente de alto copete... Te lo advierto…
Al final se armó un lío. Los servidores lo sentaron sobre el asno y, sujetándole con cuidado por los dos lados, se alejaron cuesta abajo.
Pasaron varios sábados más.
Un día —estando precisamente ocupado en un trabajo que requería mucha diligencia—, oyó a sus espaldas una voz conocida. Sorprendido dejó la raedera con la que alisaba la madera y se volvió. Delante de él estaba Seba, su hermano menor.
Llevaba la cara con la barba descuidada, el pelo sin cortar y sucio, caído sobre la frente. Iba enfundado en un saco viejo y roto. No se acercaba a José, sino que le hacía de lejos unas profundas reverencias emitiendo a la vez unos ruidos quejumbrosos.
Comprendió inmediatamente lo que había sucedido.
—Ha muerto —sollozaba Seba—, ha muerto. Bajó al sheol. Vengo para comunicártelo.
La costumbre mandaba tirarse al suelo, rasgarse las vestiduras, cubrirse la cabeza con ceniza. Mas él sólo inclinó profundamente la cabeza. No sabía lamentarse como una plañidera contratada. Amaba mucho a su padre, pero al despedirse para marchar de Belén ya estaba convencido de que no volvería a verle. Antaño, Jacob era muy vigoroso y enérgico. En aquel entonces, todo funcionaba en el pueblo natal conforme a su voluntad. No era déspota, pero era un hombre fuerte y todos buscaban en él consejo y ayuda. Luego cambiaron las cosas. Llegó la debilidad. Los hermanos menores no guardaban el mismo recuerdo de su padre que José. La vida familiar empezó a discurrir lejos del lecho del patriarca enfermo. Al tener que permanecer solo, días enteros en la cama, Jacob se volvió irritable y a menudo irascible. Muchas cosas le impacientaban. A los hijos menores no les preocupaba. Venían a ver al padre, discutían mucho y a voz en grito, comentaban riendo diversos asuntos —sin fijarse si le gustaban a su padre— y luego se marchaban cada cual a su quehacer. Con José era diferente. Venía con mucha frecuencia a ver a su padre, se ponía junto al lecho y callaba. El padre no decía nada. Se instauró entre ellos un obstinado y fatigoso silencio. José estaba convencido de que su padre estaba resentido con él por dar largas a la boda. Pero de este asunto ya lo había dicho todo.
En cuanto empezaba a hablar de otras cosas, cortaba, viendo la mirada triste de Jacob. No sabía, como sus hermanos, entretener a su padre con cotilleos.
Estos largos silencios hicieron que creciera en José una especie de complejo de culpabilidad frente a su padre. Después de hablar con Zacarías, le contó lo que le había dicho el viejo sacerdote. No mencionó el proyecto de Isabel. No quería comprometerse antes de tiempo. Se despidieron en silencio, pero antes, en un abrazo, las manos secas del anciano se anudaron al cuello de José. Mientras estaba apoyado un momento sobre el pecho de Jacob, el padre susurraba: «Que el Altísimo te guíe y te proteja. Que te devuelva sano y salvo a la tierra de tus padres... Que...»
No oyó las demás bendiciones. Se alejó con el sentimiento de que no llegaría nunca a pagarle a su padre por todo lo recibido. Aquí en Nazaret lo recordaba mucho. Desde la distancia lo veía con más claridad. Lamentaba a destiempo cada instante pasado a la cabecera de su padre, cada instante transcurrido en un silencio que no había podido acercarles mutuamente. El padre esperaba... José solía rezar pidiendo al Altísimo que le perdonase su torpeza y a cambio le concediera a Jacob su gracia. Quizás, pensaba, no somos capaces de entender al Altísimo, porque no sabemos comprender a nuestros padres...
Abrazó a su hermano y así quedaron un rato fundidos en un abrazo cariñoso. Seba lloraba; siempre lloraba y reía con mucha facilidad. Ya tenía mujer e hijos. Trabajaba la tierra. Le gustaban las diversiones y las charlas con sus amigos. Gozaba de la simpatía de todos.
Hizo entrar a Seba en casa y le atendió con cariño. Después de anunciar la noticia que traía, Seba podía afeitarse, cortarse el pelo, ungírselo, desprenderse del saco de luto y vestirse con su ropa habitual. Sentado a la mesa, el hermano menor le contó a José la muerte de su padre. Jacob murió tranquilo tras haberse resfriado con los primeros fríos. Antes de morir habló mucho de José. Preguntaba por él. Se alegró al enterarse de que José había encontrado por fin una muchacha con la que quería casarse. Soñaba con la prole y la vuelta del hijo mayor a la cuna familiar. Recordó a sus hijos que la antigua campa de David había de ser propiedad de José, independientemente del momento de su regreso a Belén. «Que construya entonces su casa en esta tierra...», repetía.
José escuchaba las palabras de Seba con emoción. Entonces los años de silencio no habían apagado los sentimientos del padre. ¿Podrían haberlos apagado? El padre, pensaba, es aquel que no deja de esperar...
Al terminar su narración, Seba metió la mano en el bolsillo y sacó un objeto envuelto cuidadosamente en una piel fina. Lo abrió y José vio entonces el anillo. Un trozo de oro grueso, informe, que antaño había representado probablemente algo pero había perdido hoy toda forma reconocible. Recordaba el anillo en los dedos descarnados de su padre. Según la tradición familiar, procedía de David y había sido sin cesar propiedad del mayor en la familia.
—Nuestro padre mandó entregártelo a ti —dijo Seba—. Luego tienes que entregárselo a tu primogénito. Nuestro padre decía «Me apena no poder oprimir contra mi pecho la cabeza de su hijo. Porque tendrá un hijo sin lugar a dudas...»
Sin decir palabra, recogió el anillo. El aro era estrecho, el anillo le entraba con dificultad en el dedo. Se lo quitó y se lo quedó en la mano. ¿Entregarlo luego al primogénito?, pensaba. ¡Nunca tendré ese primogénito!
Amaba tanto a Miriam, que cuando le habló de su decisión no corriente, la aceptó sin vacilaciones. En el primer momento eso fue un simple reflejo de amor. Pero ahora que Miriam estaba lejos, empezó a pensar en los motivos que habían impulsado a la muchacha a formular un voto tan desacostumbrado. Lo que Zacarías consideraba como su deshonra, ella deseaba asumirlo voluntariamente. Quería considerar su renuncia como una donación. Como siempre, su audacia rozaba la temeridad. ¡Cuánto le fascinaba con su audacia! ¡Cuánto deseaba que entre ellos todo fuera recíproco!
Ahora, mirando el anillo recibido, pensaba que la decisión tomada para seguirla a ella no era solo renunciar a su propio gozo. Iba a ser también un incumplimiento con la propia estirpe. Desaparecería la rama principal del linaje. Se consolaba pensando que la familia estaba lo suficientemente extendida y que entre sus representantes habría siempre alguien cuyo hijo sería el mesías... Y sin embargo su decisión podía parecer como una ruptura del cordón umbilical que unía el pasado con el presente. Tal vez era preferible que Jacob hubiera muerto. El, que fue incapaz de entender la espera de José, ¿sería capaz de comprender la renuncia de Miriam y la aceptación de José para compartir esta renuncia?
Luego habló con Seba de lo que ocurría en Belén. Su hermano le habló sucesivamente de cada uno de los miembros de la familia, le nombró a los niños recién nacidos.
—Cuando me disponía para venir a verte —decía—, nos hemos reunido y hemos decidido entre todos los hermanos, que no debes volver a Belén. Los tiempos siguen siendo malos. Se dice que Herodes planea nuevos asesinatos.
—Pero no me han buscado.
—Unos desconocidos rondaban el pueblo... Pueden haber sido espías del rey. Aquí en Galilea hay tranquilidad. Mientras no cambien las cosas, quédate aquí. Quédate y no te muevas de aquí. Te avisaremos cuando haya vuelto la tranquilidad. ¿A ti no te va tan mal?
—No me quejo. Tengo mucho trabajo.
—¿Cuándo introducirás a tu mujer en casa?
—Miriam está ahora con su tía. Cuando vuelva y pase el año prescrito, la admitiré en casa.
—Nos alegramos todos de que hayas montado un hogar. La espera ya se hacía un poco larga. Teniendo casa te será más fácil arraigar aquí. Y siempre vendrá alguien de la familia para hacerte una visita.
—Os veré a cada uno con mucha alegría.
—No te preocupes por la tierra, la conservaremos para ti.
Asintió con la cabeza sin decir palabra. La pequeña parcela fuera del pueblo, en la que, según la tradición antigua, David pastaba sus ovejas cuando vino Samuel para ungirle, podía esperar tranquila hasta su regreso. Mientras vivía el padre, José estaba atraído por Belén. Ahora, el silencio estaba aquí, y él amaba mucho el silencio. Y es aquí donde había florecido su amor. No sentía deseos de regresar.
JAN DOBRACZYNSKI