-
ENTREGARSE ENTERAMENTE A DIOS
Para continuar tratando sobre las actitudes básicas que permiten la perseverancia y el avance en la vida de oración, ha llegado el momento de decir algunas palabras sobre el estrecho lazo, en ambos sentidos, que existe entre la vida de oración y el resto de la vida cristiana. Esto significa que, con frecuencia, lo que es fundamental para el progreso y la profundidad de nuestra oración, no es lo que hacemos en esos momentos, sino lo que hacemos fuera de ellos. El progreso en la oración es esencialmente un progreso en el amor, en la pureza de corazón; y el verdadero amor se manifiesta mejor fuera de la oración que durante ella. Daremos algunos ejemplos.
Sería completamente ilusorio el hecho de pretender adelantar en la oración, si toda nuestra vida no está marcada por un profundo y sincero deseo de damos por completo a Dios, de conformar lo más plenamente posible a su voluntad toda nuestra vida. Sin eso, la vida de piedad toca techo muy pronto: el único medio de que Dios se nos entregue totalmente (lo que es el objeto de la oración) es que nosotros nos entreguemos totalmente a Él. El que no entrega todo, no lo poseerá todo. Si guardamos una «zona reservada» en nuestra vida, algo que no queremos abandonar en Dios, por ejemplo, un defecto -incluso pequeño- que aceptamos deliberadamente sin hacer nada por corregido, una desobediencia consciente, una negativa a perdonar..., todo eso esteriliza la vida de oración.
Maliciosamente, unas religiosas planteaban esta pregunta a san Juan de la Cruz. «¿Qué debemos hacer para entrar en éxtasis?» Y, basándose en el sentido etimológico de la palabra «éxtasis», el santo respondía que renunciando a la propia voluntad y haciendo la de Dios. Pues el éxtasis no es otra cosa que salir el alma de sí y quedar suspensa en Dios. Y que eso es lo que hace quien obedece; pues sale de sí y de su voluntad propia, y, así desprendido, puede unirse a Dios.
Para entregarse a Dios hay que desprenderse de uno mismo. El amor es de naturaleza extática: cuando es fuerte, se vive más en él que en sí mismo. Pero ¿cómo vivir algo de esta dimensión extática del amor en la oración, si a lo largo del día nos buscamos a nosotros mismos? ¿Si estamos demasiado apegados a las cosas materiales, a la comodidad, a la salud? ¿Si no soportamos la menor contrariedad? ¿Cómo podremos vivir en Dios si no somos capaces de olvidamos de nosotros mismos en beneficio de nuestros hermanos?
En la vida espiritual es preciso encontrar un equilibrio; y no siempre es fácil. Por una parte, hemos de aceptar nuestra miseria, no esperar a ser santos para comenzar a hacer oración. Por otra, sin embargo, debemos aspirar a la perfección. Sin esta aspiración, sin ese deseo profundo y constante de santidad -incluso si sabemos muy bien que no la conseguiremos por nuestras propias fuerzas, sino que ¡sólo Dios puede conducimos a ella!-, la oración será siempre algo superficial, un ejercicio piadoso que producirá escasos frutos pero, a fin de cuentas, nada más. Es propio de la naturaleza misma del amor tender a lo absoluto, es decir, a cierta locura en el don de uno mismo.
También hemos de ser conscientes de que cierto estilo de vida puede favorecer extraordinariamente la oración o, por el contrario, dificultarla. ¿Cómo nos será posible recogemos en la presencia de Dios, si durante el resto del tiempo vivimos dispersos entre mil inquietudes y preocupaciones superficiales?; ¿si nos entregamos sin reparo a charloteo s inútiles, a curiosidades vanas?; ¿si no mantenemos cierta reserva del corazón, de la mirada, de la mente, por la que rehuimos todo lo que podría distraemos y alejamos de un modo excesivo de lo Esencial?
Ciertamente, no podemos vivir sin algunas distracciones, sin unos momentos de descanso; pero lo importante es saber volver siempre a Dios, que es la causa de nuestra unidad de vida, y vivir todas las cosas bajo su mirada y en relación con Él.