Página inicio

-

Agenda

5 marzo 2026

EUCARISTÍA. Aprender a amar

Aprender a amar
La historia de los primeros discípulos se repite una y otra vez a lo largo de los siglos. ¡Cuántos propósitos de acompañar a Cristo, de trabajar por Él, de darle a conocer, de andar a su lado y permanecer siempre con Él, terminan en la desconcertante experiencia de la infidelidad pequeña o grande! El sentido de la propia filiación divina, la vitalidad de la propia fe, la delicadeza en el amor..., se vienen en ocasiones abajo, cuando surge la contradicción, la persecución violenta o taimada, o simplemente la dificultad, el cansancio.
Como aquellos primeros, también nosotros con frecuencia nos comportamos como personas de intenciones grandes, a la hora de prometer la propia fidelidad hasta la muerte; y como ellos en esas horas, tampoco nos decidimos a amar a Cristo «hasta el fin, hasta el extremo». Él, en cambio, sí nos quiere, hasta dar la vida por el amigo (cfr. Jn 15, 13); y , al contacto con nuestro defecto de amor, instituye la Eucaristía para enseñarnos a corresponder, al paso que nos envía al Consolador que necesitamos, para que comprendamos que podemos refugiarnos y adherirnos a su Sacratísimo Corazón, ejemplo de donación.
Es preciso que miremos con sinceridad nuestro propio interior, ir al fondo de las situaciones o reacciones, y reconocer que el problema se reduce en definitiva a un problema de correspondencia. El amor constituye la sustancia de la felicidad: amar y saberse amados componen la única respuesta verdadera a las ansias últimas del corazón humano. Y, en definitiva, buscamos esta finalidad en todo cuanto nos ocupa: un «querer» que no muera, que no pase, que no traicione, que sacie el alma. Agustín de Hipona lo dejó escrito con frase brevísima: «Pondus meus, amor meus» (San Agustín, Confesiones X III, 9, 10). Mi amor es mi peso, lo que me confiere solidez, lo que me atrae y me exalta, me transmite altura y profundidad, el origen de mi paz. También lo propuso con la consideración de que nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios: porque sólo en Él se encuentra la verdadera caridad que proporciona densidad y sentido a todo, que libra de la superficialidad y de lo provisorio (San Agustín, Confesiones, I, I , 1).
En no pocos casos, el defecto de nuestra dejadez radica en la superficialidad: el amor se muestra frívolo, pasajero; como si el corazón fuera uno de esos caminos por donde pasan todos y nadie marca una huella, como la semilla que arroja el sembrador de la parábola. En otros momentos, se levanta un amor demasiado sentimental, poco recio; como si el corazón no supiera en esos casos acoger «las duras y las maduras»; y así, buscando sólo el goce -sin aceptar la contrapartida del dolor y del sacrificio-, brota un amor sin fruto. En otras ocasiones, parece como, si el corazón no albergara sino amoríos: ¡tantos y tan distintos y aun opuestos se demuestran los afectos que lo mueven! Se diría, en esos casos, que la persona, como la Magdalena antes de encontrar a Cristo, va tras amores que no la satisfacen, no fomenta un amor de verdad. Y hay también circunstancias -muchas, gracias a Dios-, en las que el corazón se decide a amar hasta el final, y se traduce en una entrega que intenta corresponder con más de lo que recibe: treinta por uno, sesenta por uno, ciento por uno (cfr. Mt 13, 8).
Cristo conocía con total profundidad cuál era y cuál es nuestro problema. Le constaba la dureza que con frecuencia anida en el corazón humano y también tantas ganas de obrar el bien: es decir, por una parte, cerrazón a la misericordia y a la comprensión, egoísmo que rechaza a la persona extraña y se niega a prestar ayuda a aquella que no se halla con posibilidades de corresponder. Por otra, un corazón sensible a las delicadezas del amor divino, atento al deber cristiano de consolar al prójimo. Vino Jesucristo a predicar el secreto del auténtico afecto, y aquella noche nos dejó en herencia justamente su Amor.
Nos lo legó generosamente -más no cabe- con sus palabras y sus ejemplos de servicio sin rémora alguna, con sus enseñanzas sobre la caridad, y con ese reiterado mandato:
¡Que os améis!
Nos lo dejó al prometernos que enviaría al Paráclito, al otro Consolador.
Nos lo dejó quedándose Él mismo personalmente, con su Cuerpo y su Sangre, con su Alma y su Divinidad, bajo las apariencias de pan y de vino.
Actuó así por la urgencia con que le necesitamos. Pero no andamos lejos de la verdad si pensamos que se quedó, además, porque también Él «quiere necesitarnos». Ha asumido nuestra naturaleza, ha decidido poseer un corazón como el nuestro, que no admite la idea de separarse de quienes son sus hermanos. Si Cristo no cejó hasta el final en el intento de atraer a judas, atendiéndole en aquellas últimas horas con un detalle tras otro; si manifestó tanto cariño a quien le estaba traicionando, ¿cuánto desearía estar siempre con quienes no le habían abandonado? (cfr. Lc 22, 28).
La institución de la Eucaristía responde, en lo humano, a la psicología de las personas que se aman y deben separarse. San Josemaría lo comentaba así:
«Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden explicar, aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.
»Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.
»Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente : con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad» (Es Cristo que pasa, n. 83).
JAVIER ECHEVARRÍA