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«Yo iré y le curaré»: iniciativa para dar a conocer a Cristo
El interés por las cosas del Padre se manifiesta en la iniciativa por ayudar a los demás a conocer la riqueza de su filiación divina. Así lo vemos en la vida de Jesús. Después de los años de trabajo oculto en Nazaret, los evangelistas ponen de relieve la urgencia e intensidad con que anuncia el Reino y siembra la palabra, recorriendo las aldeas y ciudades de Galilea, hasta los confines de Tiro y Sidón, hasta Dahnanuta, atravesando Samaría y llegando a Judea; predica a las multitudes; se detiene con tantos enfermos a los que curaba uno a uno; habla a solas con muchas personas: Nicodemo, la samaritana, Zaqueo, Natanael, y otros. No lo imaginamos agitado o inquieto, pero tampoco «cómodamente instalado»: no le quedan momentos ni para comer, no cuenta con un lugar donde cobijarse o reclinar la cabeza, etc. (cfr. Mc 3, 20; 6, 31; Lc 9, 58). El Maestro explica que debe aprovechar el tiempo, caminar mientras es de día, porque llega la noche cuando nadie puede caminar (cfr. Jn 9, 4). No vive encerrado en su mundo, pendiente de sí mismo o de sus cosas; advierte la generosidad de la viuda que en su indigencia echa una pequeña limosna en el gazofilacio; el dolor de la madre viuda por la muerte de su único hijo; las ansias de Zaqueo que le mira medio oculto entre las ramas del árbol. Él toma la iniciativa, manifestando también así la perfección de su calidad humana, reflejo de la grandeza divina. Dios se nos adelanta, Jesucristo da siempre el primer paso: nos ha creado y nos llama a su intimidad para siempre.
También ahora se adelanta y nos busca, hoy como hace dos mil años. Sale al encuentro del pecador, del descarriado, del que no advierte siquiera que sufre hambre de Pan y sed de Amor. Sigue diciendo como entonces al centurión: «Yo iré y le curaré»; y esa espléndida generosidad divina sorprende al hombre, que reconoce no merecerla: «Yo no soy digno de que entres bajo mi techo» (Mt 8, 7-8). La Iglesia pone estas palabras en nuestros labios antes de recibir en nuestro pecho al pan del cielo. ¡Ojalá merezcamos, como aquel soldado, el elogio con que Jesús exaltó su fe! Una fe que el Maestro califique de «grande» por su operatividad, por sus obras, por su devoción eucarística, por su actividad apostólica.
Jesús piensa en los que vendrán de Oriente y de Occidente; piensa en los que vendríamos después de tantos siglos. Piensa en nuestra fe, y en la fe de quienes nos han transmitido la Palabra y nos han dado a comer el Pan. Y quiere que también nosotros sembremos la Palabra para tener Pan, para que cuantos nos sigan puedan creer en Él y alimentarse de Él. A la vuelta de veinte siglos, Cristo nos asegura, además, que desea alojarse en nuestro pecho para sanar nuestra incredulidad y nuestra tibieza. Nos invita en su mesa como hijos del Padre, para fortalecer nuestra fe y encender nuestro amor (Mt 8, 11). Se nos entrega en la Eucaristía para unirnos a su sacrificio: para que «vayamos también nosotros a morir con Él» (Jn 11, 16); para que, superando miedos y comodidades, lo anunciemos a todas las gentes, partiendo de nosotros la iniciativa.
El motivo y la condición para anunciar a Cristo: tratarlo
Pedro y Juan habían curado «en nombre de Jesús» a un paralítico que pedía limosna a la entrada del Templo de Jerusalén, en la Puerta Hermosa (cfr. Hch 3, 6), y los sacerdotes se molestaron porque hablaban de Jesús al pueblo; luego, después de conferenciar entre ellos, «les mandaron que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de Jesús» (Hch 4, 18). Los dos Apóstoles confesaron sencillamente que no podían atenerse a semejante orden. Dos razones adujeron. La primera se refería a la primacía que debe reconocerse a los mandamientos de Dios sobre los mandamientos de los hombres, vieja cuestión que los fariseos no tenían nada clara, pues ya Jesús hubo de reprenderlos fuertemente por transgredir los preceptos divinos, posponiéndolos a sus tradiciones humanas (cfr. Me 7, 1-13). Y a los Apóstoles les había mandado expresamente: «Id y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...» (Mt 28, 20).
La segunda razón estriba en otra verdad exigente: «Nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Se consideraban incapaces de resistir el ímpetu del Espíritu Santo en su corazón; les impulsaba irresistiblemente la orden con que Cristo los había encendido en fuego divino a lo largo de los tres años que con Él habían convivido (cfr. Lc 12, 49). Fuego nacido del trato a solas, en pequeños grupos, ante las multitudes; y también al verle predicar, servir a sus amigos, sanar a los enfermos, vencer a los demonios, resucitar a los muertos, sufrir y morir por todos, tornar a la vida glorioso y pacífico. Fuego llevado a su plenitud por el Espíritu Santo el día de Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-4). El mismo fuego que, tras la venida del Paráclito, alimentaban los discípulos en las celebraciones fraternas, cuando partían el Pan y sembraban la Palabra (cfr. Hch 2, 42).
La conducta de los Apóstoles encierra una profunda lección: el apostolado cristiano no se reduce jamás a una actividad humana de propaganda; entraña una sólida obediencia a un mandato de Cristo y se basa en el trato personal con el Maestro y en la docilidad al Espíritu Santo. Con otras palabras, anunciar a Cristo a los demás brota como consecuencia de la cercanía a Él, del seguimiento, de la experiencia de estar con Él; es siempre cuestión de fe y de amor.
Lo que sucedió con Pedro y Juan, ocurrió también con aquellos dos que iban hacia Emaús: después de hablar con el Señor en el camino y de haberle reconocido en la fracción del pan, aunque era ya muy tarde, «se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén» para contar lo que habían visto y oído (Le 24, 33-35). Y se repitió con aquellos cuyo contacto con Cristo había sido breve pero claro. Escribe san Juan Crisóstomo a propósito de los dos ciegos que el Señor curó (cfr. Mt 9, 27-31): «Jesús -dice el evangelista- les intimó diciendo: "¡Cuidado que nadie lo sepa!". Mas ellos, apenas salieron, "divulgaron su fama por toda aquella tierra'. Es que no se pudieron contener, y se convirtieron en heraldos y evangelistas del Señor» (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo 32, 1).
Fijemos ahora nuestra atención en san Pablo, llamado por Jesús a su servicio, a las puertas de Damasco. Impresionan su decisión, la amplitud de su ministerio, su tenacidad que nada ni nadie consiguió frenar. Si nos preguntamos por el secreto de esa actividad apostólica, increíblemente perseverante y eficaz, lo descubrimos en el amor de Cristo: eso le urgía (cfr. 2 Cor 5, 14) y le hacía temer sólo el riesgo de no predicar el Evangelio (cfr. 1 Cor 9, 16). Con ese amor pasaba por encima de todas las dificultades. «¿Quién nos apartará del amor de Cristo?», se preguntaba; y apuntaba posibles enemigos: «¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?», para concluir: «En todas estas cosas vencemos con creces gracias a Aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 35-39).
El secreto de la dedicación apostólica radica en el amor a Dios que procede del trato con Él, de la experiencia personal de la amistad íntima de Cristo, que llega hasta el extremo de morir por nosotros, por todos y por cada uno: «La caridad de Cristo nos urge, persuadidos de que si uno murió por todos, en consecuencia todos murieron; y murió por todos a fin de que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5, 14-15). Ese fue el secreto de Pablo, de Pedro y de Juan, y lo ha sido de cuantos han dado a conocer a Jesús a los demás, hablando en su nombre.
JAVIER ECHEVARRÍA