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María ayuda a Simeón en su viaje
Por fin cayó la noche sobre las rocas rojas. Se encendieron en púrpura, como si se hubiesen cubierto de sangre, e inmediatamente empezaron a oscurecer. Las sombras se adelantaron por el camino como mantos que se extendían bajo los pies. Se levantó el viento. Ahora era más fácil caminar. Pero los dos estaban demasiado agotados.
Ella comprendió que no llegarían a Jerusalén aquel día. Volvió a sentir la pena de que pasaría otro día, o más quizás, antes de poder ver a Isabel. Con este pesar se apoderó de ella cierta inquietud. La imaginación empezó a sugerirle escenas preocupantes de lo que podría ocurrirles al quedar solos en un páramo desierto por la noche. Normalmente era capaz de dominar su imaginación. Pero evidentemente esta vez el cansancio impedía que se sobrepusiera. Le parecía que una voz le susurraba: Puesto que has sido escogida, tenías que haberte cuidado mejor... Has sido una precipitada. Estás jugando a cuidar de un hombre viejo abandonado por sus propios hijos ¿Cómo sabes que eso es cierto? Sólo sabes lo que él te ha dicho. Has tomado a la ligera un don extraordinario. Te has expuesto imprudentemente. Él te puede retirar Su gracia. No tiene siquiera que hacer nada. Sencillamente no ocurrirá lo que crees que ha ocurrido...
No intentó disentir con la voz. Trató sencillamente de acallarla. Se decía a sí misma: este hombre necesitaba ayuda. No recordaba siquiera a su padre. Durante toda su vida añoró a aquel hombre desconocido que la llevó en brazos. Sentía debilidad por los ancianos: su padre, ella lo sabía, era un hombre viejo que sentía nostalgia de paternidad. Era como este anciano del que se había hecho cargo. A ella le dolía la soledad de los viejos. Se daba cuenta de que no se puede abandonar a ninguno con su desesperanza. Era imposible que el Altísimo se enojara con ella por haberse hecho cargo de este anciano. ¡No sería El que es!
Se lo dijo para sus adentros con una convicción audaz. Cayó la noche a su alrededor como si se hubiese corrido una cortina oscura. Pero precisamente esta oscuridad que les rodeaba le permitió vislumbrar en la lejanía unas lucecitas brillantes. Allá arriba en la colina había un poblado.
—Un poco más, padre —dijo—. Mira, se ven luces allá. Allí hay gente. Un poco más y encontraremos ayuda y refugio.
El anciano estaba totalmente agotado. Aún avanzaba, pero tropezando a cada paso. Al principio le llevaba, luego tenía que arrastrarle casi. Ella también quemaba sus últimas reservas. Después de unos pocos pasos tenía que parar. Los dos jadeaban.
—Déjame... —decía él.
—No, no…
—Deja...
—No. Dijiste, que te lo prometió. Puesto que has de vivir, tienes que llegar.
Era noche cerrada cuando pudieron alcanzar las primeras casas. Algunas estaban cerradas y sus habitantes dormidos. Pero ante una había una hoguera encendida, y una familia reunida delante del fuego. Todos a una se levantaron al ver al anciano mortalmente cansado, casi llevado en brazos por una muchacha joven. Los varones aferraron al anciano por los brazos y le sentaron contra la pared. Él se dejaba llevar inerte. Lo cogieron entonces en brazos y lo llevaron dentro de la casa.
Miriam se sentó en el suelo. Sólo ahora se dio cuenta de su enorme cansancio. Le dolía todo el cuerpo. A pesar de la brisa fresca le corrían por la frente regueros de sudor. Una mujer se le acercó y le rodeó los hombros con su brazo. Debía ser la esposa del amo. Había tristeza en su cara.
—Estás cansada, muchacha. ¿Lo llevas así desde lejos? —preguntó.
—Desde Jericó...
— ¡Oh Adonay! ¡Desde Jericó! ¿Habéis oído? —decía a la gente sentada delante del fuego—. Lo está conduciendo desde el mismo Jericó. ¡Él está medio muerto, ella apenas viva! ¡Pobrecita...! ¿Habéis tenido que andar tanto camino?
—Él quería... No podía ir solo...
—¿Es tu padre o tu abuelo?
—No. No lo conozco, le encontré en Jericó...
—¿Y lo has llevado durante todo el camino? ¿No podía acompañarlo nadie?
—Sé quién es —dijo uno de los hombres que llevó al anciano dentro de la casa y volvía ahora de nuevo a la hoguera—. Se llama Simeón. Vive en Bezeta. Antaño era un comerciante muy rico. Pero su esposa murió, los hijos le abandonaron, se quedó sólo. Es un hombre muy piadoso. Ha hecho mucho bien a la gente, ha ayudado a los pobres...
—¿Qué haría en Jericó?
—Quizás haya ido a visitar a su hija. Vive allí.
—¡Ella es quien tenía que haberle acompañado a pie o de cualquier otra manera!
—Ven, muchacha —dijo la mujer—. Tienes que descansar. Eres tan joven, casi una niña. Te prepararé algo de comer, luego tendrás que acostarte.
Miriam la siguió dentro de la casa. Ahora, al moverse después de estar sentada un momento delante del fuego, sintió que tenía todo el cuerpo dolorido, como si le hubieran dado una paliza. Cada movimiento le producía dolor.
En un rincón oscuro de la estancia, débilmente iluminado por la llamita de una palmatoria colocada sobre la mesa, un niño lloraba.
—¿Por qué llora tanto? —preguntó.
—Mejor que no preguntes...
Oyó cómo la madre ahogaba un sollozo. Miriam se acercó a la cuna donde yacía el niño y se inclinó sobre él. La mujer dijo:
—Mejor que no lo toques...
Comprendió inmediatamente por qué se lo decía. En la carita enrojecida del niño se apreciaban con claridad unas manchas blancas. Sintió un estremecimiento.
—Ven —dijo la mujer. Atareada no dejaba de suspirar y sollozar. Dejó en la mesa una torta de cebada y colocó un tazón de leche—. Come —la invitó con un gesto.
Miriam estaba demasiado cansada para poder comer. Pero bebió con avidez. La mujer se sentó a su lado en la mesa. Ahora, al reflejo de la luz de la palmatoria, Miriam vio sus ojos hinchados por el llanto y una expresión de dolor en sus labios temblorosos.
—Yo misma no sé de dónde vino esta enfermedad —dijo de repente—. Qué mal habremos hecho para que el Altísimo nos aflija así... —durante un momento sólo se oyó su respiración acelerada—. Un sacerdote vino a casa. Lo vio. Me dijo que tendré que entregarlo. Que no puede quedar en el poblado... Y es mi primogénito —sollozó—. Mi Lázaro...
Lloró durante un momento. Miriam callaba. El dolor de la mujer se convirtió en su dolor. Hubiera hecho cualquier cosa para poder consolarla. Luego, cesaron los sollozos. La mujer preguntó:
—¿No vas a comer?
—No puedo. He bebido leche.
—Entonces ven, échate.
Le indicó a Miriam el rincón donde había dispuesto unas mantas para ella. Tras recitar una breve oración, Miriam se tendió en el lecho. Aunque estaba mortalmente cansada, sentía que no podría dormir. El pequeño callaba de vez en cuando, luego se despertaba y volvía a llorar. Su madre no dormía, se notaba por su respiración irregular. De cuando en cuando se levantaba, se acercaba a la cuna del niño. Luego volvía a echarse.
El cuerpo dolorido se iba relajando. Otra vez se encontró ante la pregunta: ¿Entonces ha sucedido lo que dijo que iba a suceder? No hubo en ella ni siquiera vacilación. Estaba segura de que para El no hay cosas imposibles. Incluso el sentimiento de su propia indignidad se atenuó. No dejaba de considerarse como una muchacha corriente, pero pensó que si el Altísimo había querido escogerla a ella, aunque ella era una del montón, lo había hecho sólo para demostrar cuánto amaba al hombre.
Comprendió ahora que el que se le había aparecido bajo la forma de una flor y de fuego la había ido preparando poco a poco. Le enseñó cómo, sin abandonar la humildad, se la podía sublimar con agradecimiento y alegría infantil ante la magnificencia de lo que iba a suceder. Aquel instante había estallado repentinamente. Delicadamente fue llevada hacia él. Y si la pregunta: ¿ha sucedido lo que tenía que suceder? aún volvía a ella, era porque había conservado su lucidez innata. Miriam no dudaba del milagro, pero sabía sin embargo que existen ilusiones y espejismos. Confiaba en Dios, pero desconfiaba de sí misma.
El mensajero pareció entenderlo. En sus palabras humildes —tan humildes como si no hubiera sido una criatura que venía de lo alto— le pareció haber oído el anuncio de una señal corroboradora. Cuando unos días más tarde llegó la noticia enviada por Isabel, sintió un estremecimiento. ¡Esta es la señal! —pensó...—. ¿Por qué otro motivo le había tenido que hablar del próximo nacimiento del hijo de Isabel? No necesitaba convencerla de la omnipotencia del Altísimo.
Por esta razón quería llegar cuanto antes a casa de su tía. Por esta razón emprendió el camino prescindiendo de los peligros y de las fatigas. Por esta razón prefería hacer el viaje sola.
Si se hubiera ido con los otros, habría podido ver a la mañana siguiente a la mujer que la había educado. Habría sabido de qué manera ella había aceptado la gracia recibida. El hombre que trajo la noticia decía que Isabel se había ocultado en la casa y no veía a nadie. Su tía —pensaba Miriam—, le enseñaría el modo de conducirse cuando lo milagroso está oculto en lo corriente. Le explicaría lo que decir y lo que mantener en silencio. Cómo comportarse para no herir al hombre amado... Ardía de impaciencia, por ver cuanto antes a Isabel.
Con todo, no lamentaba lo que había hecho. Era necesario ayudar a Simeón. No sólo porque era un padre maltratado. El Altísimo le había dado para consolarle una promesa, y ella era portadora de esa promesa.
Así pues, Él está ya ...¡y va a ser su Hijo! Va a ser un ser pequeño necesitado de ayuda, y al propio tiempo alguien extraordinario. Estos dos conceptos parecían ser inconciliables. No le preocupaba, sencillamente esperaba a ver qué ocurriría. No quería pedir nada ni que le dieran nada. Pensaba que quien tanto había recibido debía dejarlo todo en manos del Donante.
El niño enfermo lloraba más fuerte y con más dolor en el rincón de la estancia. La madre no se movió. El cansancio debió haberla dormido al fin. Respiraba profundamente y con regularidad.
Miriam se sentó en su lecho. Le llegó como una orden. Se levantó; sin ruido, de puntillas, se acercó al niño que lloraba.
Le pareció oír todavía aquella voz que le hablaba por la carretera. Susurraba: ¡No te acerques! ¡No toques! Eres la escogida, debes cuidarte. Esta vez acalló inmediatamente la voz. Extendió la mano, la colocó en la frente febril del pequeño. Dijo para sus adentros: «Puesto que estás aquí, haz que mi mano sea por un momento la Tuya... Que le proporcione un poco de alivio...»
Su contacto hizo que el pequeño dejara de llorar. Sus dedos acariciaban suavemente las mejillas del pequeño enfermo. Al tacto sentía las placas de piel muerta; le secaba las lágrimas. Sólo deseaba que se tranquilizara y se durmiera. Y desde luego, los llantos fueron disminuyendo paulatinamente, y por fin cesaron. La respiración se hizo más pausada. Se durmió. La madre no despertó. Miriam volvió a su lecho sin hacer ruido.
JAN DOBRACZYNSKI