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16 marzo 2026

LA DIVINA MISERICORDIA

Santa María Faustina Kowalska
Extraído de su Diario sobre la Divina Misericordia

Con gozo y deseo he acercado los labios a la amargura del cáliz que tomo de la Santa Misa todos los días. La pequeña porción que Jesús me ha asignado para cada momento y la cual no cederé a nadie. Consolaré incesantemente el dulcísimo Corazón Eucarístico, tocaré cánticos de agradecimiento en las cuerdas de mi corazón, el sufrimiento es el tono más armonioso. Estaré muy atenta para presentir ¿con qué puedo alegrar Tu Corazón?
Los días de la vida no son uniformes; cuando los nubarrones me cubran el sol, trataré como el águila de atravesar las olas y de dar a conocer a los demás que el sol no se apaga.
Viaje de unos días a la casa familiar para ver a mi madre moribunda.
Al saber que mi madre estaba gravemente enferma y ya cerca de la muerte, y que me pidió venir porque deseaba verme una vez más antes de morir, en aquel momento se despertaron todos los sentimientos del corazón. Como una niña que amaba sinceramente a su madre, deseaba ardientemente cumplir su deseo, pero dejé a Dios la decisión y me abandoné plenamente a su voluntad; sin reparar en el dolor del corazón, seguía la voluntad de Dios. En la mañana del día de mi onomástico, 15 de febrero, la Madre Superiora me entregó otra carta de mi familia y me dio el permiso de ir a la casa familiar para cumplir el deseo y la petición de la madre moribunda. En seguida empecé a prepararme para el viaje y ya al anochecer salí de Vilna. Toda la noche la ofrecí por la madre gravemente enferma para que Dios le concediera la gracia de que los sufrimientos que estaba pasando no perdieran nada de su mérito.
La noche del último día en que iba a salir de Vilna, una hermana, de edad ya avanzada, me reveló el estado de su alma; me dijo que desde hacía ya un par de años sufría interiormente, que le parecía que todas las confesiones habían sido mal hechas y que tenía dudas de si Jesús le había perdonado. Le pregunté si había hablado de eso alguna vez al confesor. Me contestó que ya muchas veces había hablado de eso al confesor y siempre los confesores me dicen que esté tranquila; sin embargo sufro mucho y nada me da alivio, y siempre me parece que Dios no me ha perdonado. Le contesté: Obedezca, hermana, al confesor y esté completamente tranquila, porque seguramente es una tentación. No obstante, ella con lágrimas en los ojos, suplicó que preguntara a Jesús si la había perdonado y si sus confesiones habían sido buenas o no. Le contesté enérgicamente: Pregunte usted misma, hermana, si no cree a los confesores. Pero ella me apretó de la mano y no quería dejarme hasta que le dijera que rogaría por ella y le relataría lo que Jesús me contestaría. Llorando amargamente no quería dejarme y me dijo: Yo sé, hermana, que Jesús le habla. Y sin poder liberarme de ella, porque me sujetaba las manos, le prometí rezar por ella. Por la noche, durante la Bendición, oí en el alma estas palabras: Dile que su desconfianza hiere más Mi Corazón que los pecados que cometió. Cuando se lo dije se puso a llorar como una niña y una gran alegría entró en su alma. Comprendí que Dios deseaba consolar esa alma por mi medio, por lo tanto, a pesar de que esto me costó mucho, cumplí el deseo de Dios.