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El encuentro con Simeón
En Jericó abandonó a sus compañeros.
La carretera de Jericó a Jerusalén, aunque era más corta que el camino que atravesaba el Jordán, no se la consideraba muy segura. Pasaba por unos lugares desiertos entre rocas, cruzaba unos profundos barrancos sombreados en los que solían ocultarse los bandidos. No faltaban razones para seguir unidos a la caravana de los mercaderes que se dirigían a la misma Jerusalén, y a la que, en Jericó, se le unió un buen grupo de personas.
Llegados a la ciudad, pernoctaron en la posada. Por la mañana, se prepararon para reemprender el camino. Estaban aún colocando las albardas en los camellos, cuando Miriam advirtió a un anciano, apoyado en su bastón, hablando con el jefe de la caravana. El anciano parecía estar pidiéndole algo, mientras el comerciante se le reía despectivamente y con un gesto categórico de la mano le dio una contestación negativa. Se volvió de espaldas al viejo, uno de sus sirvientes le ayudó a encaramarse sobre el lomo de su camello. El animal se levantó penosamente. El mercader instalado en la silla añadió desde arriba una última palabra que no oyó, pero que debió herir profundamente al anciano como un latigazo. Retrocedió cubriéndose la cara con el faldón de su manto. La espalda se le agitaba sacudida por un temblor. Miriam estaba segura de que lloraba.
Nunca pudo soportar ver injuriar a uno más débil. Se acercó al anciano, que permanecía de pie con la cara cubierta, doblado. Tuvo la extraña sensación de que este hombre llevaba sobre los hombros una carga dolorosa y que, si hablaba con él, tendría que hacerse cargo de parte de ese fardo. No obstante preguntó:
—¿Necesitas algo, padre?
El anciano se descubrió la cara y fijó en ella la mirada de sus ojos claros medio ocultos por unos párpados tenues.
—Quería ir con vuestra caravana —dijo, con voz ligeramente temblorosa—. Se lo he pedido a ese hombre... Vuelvo a la ciudad santa. El camino es largo y desierto. Estoy solo...
—¿Y él no te ha permitido que te unas a nosotros?
—No. Y por añadidura se burló de mí. Dijo que los viejos como yo debían quedarse tranquilos en casa y no enredar por las carreteras.
—¿Cómo pudo decir algo semejante? —exclamó.
—Es joven y fuerte. No sabe lo que es la vejez. Seguramente piensa que él no va a ser viejo nunca... Yo tendría que ir.
—Iré yo a pedírselo.
—Se negará, estoy seguro.
—No importa, lo intentaré.
Se acercó al mercader, que ya estaba acomodado enci¬ma del camello.
—Este hombre —dijo señalando al anciano— ruega que le permitas unirse a la caravana.
Levantó los hombros.
—Ya se lo he dicho: ¡no llevo conmigo a carcamales moribundos! Si lo llevo conmigo, se me parará en cuanto crucemos la puerta de la ciudad. ¿Y qué voy a hacer con él? ¿Lo voy a dejar tirado por el camino para merienda de los chacales? Deja de interesarte por él y ven. Nos vamos ya.
—No le puedo dejar.
—¿Quieres quedarte con él?
—Me quedaré.
—¡Te has vuelto loca! Ven. Le he prometido a Cleofás llevarte sana y salva a Jerusalén.
—Me has traído hasta aquí. Te lo agradezco mucho...
—Cometes una locura. Una muchacha sola. Hasta Jerusalén falta un día entero de camino.
—Permíteme que haga lo que me parece más apropiado.
Masculló algo con enfado. Pareció estar cavilando algo durante un momento, luego arreo al camello y se colocó en la cabeza de la caravana lista para salir. Hizo una señal con la mano. Los camellos se pusieron en marcha. Después siguió el grupo de viajeros a pie. Un momento más y desaparecieron por la puerta.
Con paso lento se dirigió hacia el lugar donde permanecía el anciano. Reprimió en el corazón la tristeza que le había causado la partida de los otros. Llegarán hoy mismo a Jerusalén, pensaba. Si me hubiera marchado con ellos, habría podido ver a Isabel mañana mismo por la mañana... Estaba muy impaciente. No obstante, pudo más el deseo de hacerse cargo del anciano.
—¿Estás aquí otra vez? —le preguntó el anciano al verla—. Pensaba que eras de ellos y te habías ido con ellos.
—Has dicho que estás solo...
—Estoy solo y me iré solo.
—Entonces iré contigo.
—¡No, no, ni hablar! —se opuso—. Eres buena chica. Pero no puedes venir conmigo. Estoy débil y soy viejo. Me arrastraré muy despacio.
—Andaremos despacio, nos pararemos a menudo.
—No —se oponía él—. A mí no me asaltará nadie, porque no sacaría ningún provecho. Pero si llegan a asaltarte a ti, no podría defenderte.
—El Altísimo nos protegerá de un mal encuentro.
—Eres valiente y piadosa. Pero no puedo aprovecharme de tu bondad. Busca otra caravana y únete a ella.
—Iré contigo, padre.
—Eres testaruda.
—Por favor...
No dijo nada más, sino que se volvió hacia la puerta. Ella caminaba a su lado. Dejaron la ciudad, salieron al camino... Durante cierto tiempo anduvieron entre una doble fila de peludos troncos de palmera. Luego se terminaron los bosques y se encontraron bajo los rayos de un sol abrasador en medio de rocas rojas peladas.
El paso del anciano se hizo aún más lento. Respiraba penosa y ruidosamente. La pista serpenteaba entre las rocas: desaparecía tras un recodo, para luego, al llegar los caminantes a la curva, descubrir un nuevo recodo. Siempre que se acercaban a una curva, el hombre aceleraba un poco el paso. Podría pensarse que creía estar cerca de la meta. Pero en cuanto doblaban el recodo, se debilitaba. Ella tenía que sostenerle.
Hacia el mediodía estaba tan agotado que hubieron de detenerse. Para él extendió el manto en la sombra de la roca, le ayudó a sentarse. Tenía agua en una bota de cuero. Se la pasó al anciano. Estuvo bebiendo mucho tiempo con sorbos pequeños. Luego le preguntó:
—¿Quién eres?
Ella le sonrió.
—Una chica corriente, del montón.
—¿Vas a la ciudad santa?
—Voy un poco más lejos. A un pueblo de la montaña donde viven mis primos.
—¿Y dónde están tus padres?
—Han muerto, vivo con mi hermana en Nazaret.
—Te han educado bien. No eres como las demás. Los jóvenes de tu edad no se preocupan por los viejos. Están muy ocupados por sí mismos. Suelen ser muy duros con los viejos.
—Quizá no siempre los padres consiguen entender a sus hijos.
Negó firmemente con la cabeza.
—Mientras los padres tienen fuerza, los hijos se aprovechan de sus cuidados. ¡Pero en cuanto llega la debilidad, les vuelven la espalda!
Durante un instante Miriam acarició pensativamente el filo de su manto.
—¿Y tú, padre, tienes hijos? —le preguntó.
—Tengo —contestó lacónico e inmediatamente apretó los labios con fuerza. Fijó la mirada en el vacío en dirección al flanco rocoso repleto de piedras planas que por su forma recordaban bollos de pan.
—Y debes quererles mucho —dijo—. Seguro que no quisieras que les sucediera nada malo.
—Es cierto —reconoció.
—Rezas por ellos...
—Rezo.
—Eres un verdadero padre. No eres capaz de guardar rencor. Estás dispuesto a perdonar siempre.
—Los hijos —dijo amargamente— no necesitan perdón, ya que no ven culpa en sí. ¿Tal vez sea éste mi pecado, que no soy capaz de ser severo...?
—Y sin embargo el Altísimo no quiere ser severo. Siempre está dispuesto a perdonar y no le gusta castigar... No quiere que tengamos miedo de El...
Sintió en la cara su mirada atenta. Los ojos claros la observaron mucho tiempo por debajo de sus cejas pobladas. Instintivamente, bajo la insistencia de su mirada, inclinó la cabeza.
—¿De dónde te vienen a la cabeza esos pensamientos? —preguntó—. Eso no te lo ha enseñado nadie, estoy seguro. Los sacerdotes y los escribas hablan de otro modo.
—Es cierto —reconoció—. Y sin embargo... ¿El amor que Él ha dado a los padres para con sus hijos, no es una muestra de cómo El mismo ama?
El anciano siguió callado un momento.
—Lo has dicho con mucho aplomo —dijo por fin—. Como si no fueras chica... Mis hijas no son capaces de pensar así —suspiró.
—Tal vez —dijo ella en voz bajita— no saben expresarlo.
—Las defiendes —movía la cabeza pensativo—. Pero eres diferente... Los hijos —suspiró de nuevo—. Cuando son pequeños, nos preocupamos por ellos. Queremos enseñarles lo que consideramos más importante. Pero ellos desdeñan el don que les hacemos... Atraen sobre sí el castigo...
—¿Y tú, padre, quisieras preservarles de él?
Volvió a afirmar con la cabeza.
—Es como has dicho.
Permaneció callado un momento. Luego, dibujando algo con su bastón en el polvo rojizo que cubría la carretera, prosiguió:
—He rezado para que el Altísimo me tomase la vida... Temía que pudiera llegar un momento en que lamentaría... No quiero ser el acusador de mis hijos. Pero Él me contestó...
Volvió a callar. Ella sentía, que el asunto que iba a con¬fiarle era algo de suma importancia, algo que por su peso no podía ser expresado sin dificultad.
—Este hombre que no quiso cogerme, estaba equivocado. Soy viejo, pero no me habría muerto por el camino. Él me dijo que debo vivir, y voy a vivir hasta que vea...
No aclaró quién se lo había dicho y qué iba a ver, mas ella pareció haber entendido. Calló ¿Podía decirle que el momento de la promesa estaba realmente cercano? A ella también le costaba hablar de la gracia que le había correspondido. Por otra parte, nunca había solido hablar de sí misma.
—Entonces —terminó— podré morir tranquilamente.
No siguieron con la conversación. Era hora de continuar el camino. Iban despacio, paso a paso. El calor era pesado. El anciano caminaba cada vez más despacio. Se apoyaba con todo el peso en su hombro. La carretera parecía alargarse después de cada curva. Estaba completamente desierta. Nadie se cruzaba con ellos.
Volvieron a descansar. No hablaron durante el descanso. El anciano parecía dormitar. Miriam sentía como una opresión encima de su frente. Estaba extremadamente cansada. Sus pensamientos eran confusos, la sangre le hervía en las sienes. Cuando hubo que reemprender la marcha, apenas pudo levantarse ella misma.
JAN DOBRACZYNSKI