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No olvidar el amor: «sacerdote eucarístico, pueblo eucarístico»
Cada uno habrá podido contemplar, a lo largo de sus años, en ocasiones con estupefacción, la capacidad que todos tenemos de olvidar las cosas más grandes, los eventos más notables, las personas más queridas. Quizá sea un recurso para defenderse del pasado que se acumula a nuestra espalda, al marchar hacia adelante en el caminar terreno; quizá surge como una manera de no quedar atrapado por sucesos, palabras y personajes que ayudan, pero que se estiman como un estorbo para afrontar el presente, para acometer esa lucha dura por sobrevivir, por llegar a la meta. Quizá manifiesta simplemente la pequeñez humana, la ingratitud del corazón, la superficialidad que nos amenaza. En todo caso, el olvido aparece como una realidad que nos afecta, a la manera que, en las latitudes nórdicas, el viento frío hiela plantas y hombres, y sume todo en el silencio.
Dios no quiere ser olvidado, se resiste a esa postura de la psicología humana; cabe afirmar que «protesta». Este Dios celoso, amigo del hombre, deseoso de permanecer a nuestro lado y de participar en nuestra vida para meternos así en la suya; este Dios enamorado del hombre no quiere ser olvidado por nosotros. Cuando sacó a los israelitas de Egipto, librándolos de la esclavitud con numerosos gestos salvíficos y portentosos, conduciéndolos a través del mar y del desierto, sosteniéndolos con el maná y con el agua de la roca, les insistió mil veces: mirad que no os olvidéis de mí, de los portentos que he obrado en vuestro favor, del camino que os he abierto en las aguas y en la soledad...
«Debes recordar todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer por el desierto durante estos cuarenta años, para hacerte humilde, para probarte y conocer lo que hay en tu corazón, si guardas o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre. Luego te alimentó con el maná, que desconocíais tú y tus padres, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. El vestido que llevabas no se gastó y tus pies no se hincharon en estos cuarenta años. Reconoce en tu corazón que el Señor, tu Dios, te corrige como un hombre corrige a su hijo. Guarda, por tanto, los mandamientos del Señor, tu Dios, marchando por sus caminos y temiéndole (...). Esmérate en no olvidar al Señor, tu Dios, dejando de cumplir los mandamientos y normas que hoy te ordeno. No vaya a ocurrir que al comer y saciarte, construir hermosas casas y habitarlas, al crecer tus vacadas y tus rebaños, al abundar en plata y oro, al aumentar todos tus bienes, se engría tu corazón y te olvides del Señor, tu Dios. Él es el que te sacó del país de Egipto, de la casa de la esclavitud» (Dt 8, 2-6.11-14).
Dios vio cómo aquellos hombres, mujeres y niños no le fueron completamente fieles. Le olvidaron, le abandonaron, adoptaron otras costumbres, adoraron otros dioses. De poco sirvieron las instituciones numerosas y detalladas establecidas por la Ley; no resultaron suficientes el Arca, la Tienda de la Reunión, el Templo, los sacerdotes, la Monarquía, los muchos profetas que les envió... Jesús sabe bien que no basta que exhorte a los suyos a guardar sus mandamientos, a recordar sus palabras, a permanecer en Él como los sarmientos en la vid; a ser uno, como Él y su Padre son uno. Conoce el Señor que ante todo eso la criatura cae en la ligereza, que el afecto humano se entibia si los ojos no ven y las manos no tocan, que el hombre se muestra muy olvidadizo. Y manda, en consecuencia: «Haced esto en memoria mía», consagrad mi Cuerpo y mi Sangre: así me tendréis con vosotros, así podréis uniros a mi sacrificio y participar de tan inefable don; así os acordaréis de mí y de mi entrega y de mi amor; así seréis fieles, no desfalleceréis en el camino, llegaréis hasta el final. Seréis como Yo, que os he amado hasta el extremo, hasta la locura (cfr. Jn 13, 1).
El poder de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo, concedido a los primeros Doce y a sus sucesores («haced esto en memoria mía») mira a que todos los discípulos oigan también el mismo mandato del Maestro. Cambia ligeramente el contenido de esto. Para los sacerdotes instituidos por Cristo, esto es renovar incruentamente el único Sacrificio del Calvario, confeccionar el sacramento de la Eucaristía; para todos los cristianos, sacerdotes y seglares, esto entraña adentrarse en el amor de Cristo que se entrega filialmente a la voluntad del Padre para darle gloria y salvar a los hombres. Al celebrar el Sacramento del Sacrificio, o al participar, todos encuentran fuerzas para convertir la propia vida, metidos en la intimidad del Señor, en una oblación que Él presenta al Padre unida a la suya. La tercera plegaria eucarística lo recoge expresamente: Ipse nos tibi perficiat munus aeternum, reza el sacerdote dirigiéndose a Dios Padre: que Él haga de nosotros un don eterno (Misal Romano, Plegaria eucarística III).
El cristiano tiene, por vocación sellada en el Bautismo, alma sacerdotal (Forja, n. 369): está llamado a convertir su existencia en un sacrificio unido al de Cristo, a pasar por esta tierra con las ansias del Pontífice, que construye el puente que nos introduce en la intimidad de Dios, en lo más alto de los cielos. Alabanza, reparación, agradecimiento, petición: éstas son las aspiraciones de un hijo de Dios, porque fueron las que ritmaron la vida del Hijo de Dios hecho hombre. Alabanza al que está sobre todos y sostiene a todos; agradecimiento a quien es Fuente de todo bien y de toda dádiva; reparación por los pecados que ofenden a quien es Principio de nuestra vida y Consumador de nuestra felicidad; petición a quien todo gobierna y provee, para que remedie nuestra evidente indigencia.
Alabar, reparar, pedir y agradecer supone necesariamente rezar, sacrificarse, anunciar la verdad, servir al amor, construir la paz; y también buscar siempre y en todo la gloria del Padre y -en El, en su Hijo y con el Amor- la glorificación de todos los hombres y mujeres (cfr. Jn 17, 1-26); significa trabajar para que todos le conozcan y amen, para que perseveren en el cumplimiento de la voluntad del Padre y alcancen la santidad: para que todos sean uno en Dios.
Cristo, a través de los discípulos a quienes confirió la facultad de consagrar su Cuerpo y su Sangre, sirve a todos los bautizados para que añadan la propia existencia a su ofrenda constante al Padre, para que se unan a Él, Sacerdote y Víctima. En buena medida, la actualización de ese sacerdocio común propio de todo cristiano depende de la actualización del sacerdocio ministerial. ¡Qué responsabilidad recae sobre los sacerdotes católicos en cuanto a la santidad y a la fidelidad de los demás cristianos! En nuestras manos consagradas por el sacramento del Orden están el Cuerpo y la Sangre que a los demás enciende y vivifica. Ellos miran atentos nuestras manos - como los ojos de la esclava penden de las manos de su señora (cfr. Sal 122, 2)- porque ahí baja su Señor, sin el cual nada pueden; se halla Cristo, que es su Camino, su Verdad y su Vida. En la piedad eucarística de un sacerdote se apoya en gran medida la piedad eucarística de la comunidad cristiana que él atiende. «Sacerdote eucarístico, pueblo eucarístico», se ha dicho; y nada más cierto. «En otras palabras, un sacerdote vale cuanto vale su vida eucarística, especialmente su Misa. Misa sin amor, sacerdote estéril. Misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas. Devoción eucarística poco amada o descuidada, sacerdocio en peligro y en vías de difuminación» (Juan Pablo II, Alocución a los sacerdotes, 16-II-1984).
Se comprende, que la Iglesia haya entendido siempre el sacerdocio ministerial como un servicio al sacerdocio común de todos los cristianos, incluidos los pastores. Jesús mismo quiso enseñarlo así aquella última noche con un gesto inolvidable.
JAVIER ECHEVARRÍA