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El lavatorio de los pies y la limpieza de alma
Algunos Padres de la Iglesia explican que lavar los pies equivale a limpiar, purificar, los afectos del alma, que constituyen el motivo que nos empuja a actuar de una manera o de otra. Jesús, si queremos, si nos dejamos, lava nuestros afectos como lavó los pies de los Apóstoles: a fondo, con cariño, a cada uno, sin prisas.
El Señor procedió de esa forma antes de darles a comer su Carne y a beber su Sangre. Todos somos conscientes de que hemos de acudir a comulgar bien limpios por dentro y por fuera, confesándonos antes si hubiera en nuestra conciencia mancha de pecado grave. San Anastasio Sinaíta lo explicaba con palabras incisivas: «¿Con qué conciencia, con qué estado de alma, con qué pensamientos te acercas a estos misterios, si en tu corazón te está acusando tu misma conciencia? Contéstame: sí tuvieras las manos manchadas de estiércol, ¿te atreverías a tocar con ellas las vestiduras del rey? Ni siquiera tus mismos vestidos tocarías con las manos sucias, antes bien las lavarías y enjugarías cuidadosamente, y entonces los tocarías. Pues, ¿por qué no das a Dios ese mismo honor que concedes a unos viles vestidos? (...). Pide misericordia, pide perdón, pide la remisión de tus culpas pasadas y verte libre de las futuras, para que puedas acercarte dignamente a tan grandes misterios (...). Oye a san Pablo que dice: "Pruébese a sí mismo el hombre, y así coma de aquel pan y beba de aquel cáliz (...)" (1 Cor 11, 28ss) » (San Anastasio Sinaíta, Sermón sobre la Santa Sinaxis).
¿Sabremos nosotros, los sacerdotes, dedicar a nuestros hermanos y hermanas el tiempo necesario en el sacramento de la reconciliación para que, a través de nuestra pobre persona, Cristo los limpie con cariño, con delicadeza, con eficacia? No cabe una postura como la de Pedro en aquella ocasión, que no entendía la necesidad de esa purificación (lo entendió más tarde: cfr. Jn 13, 9), de ese blanquear lo que quizá no es gravísimo, pero mancha e impide seguir a Cristo con plena fidelidad.
¿Aprenderemos, todos, a acudir limpios para recibir a Jesús? « El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos» (Jn 13, 10). Así respondió Jesús a Pedro, haciendo también alusión a Judas. ¡Qué grave responsabilidad la de los pastores, por su obligación de preparar a sus fieles para acoger al Señor sacramentado; que deben ayudarles en la limpieza de alma y de cuerpo, con las luces y la vibración del amor! A los pastores corresponde la grave responsabilidad de enseñar a los fieles que han de ir a la comunión como buenos y rectos enamorados a la cita con el Amor: con la conciencia clara, sin motas; con el alma encendida en virtudes; con el cuerpo y el vestido dignos; con la atención y el recogimiento que Dios merece.
Las palabras del centurión de Cafarnaún, que la Iglesia pone en nuestros labios durante la Misa -Domine, non sum dignus...- nos han de espolear en ese momento inmediatamente anterior a la Santa Comunión, y también antes, a tomar conciencia de lo que se nos da: aprovechemos el tiempo que precede la hora del Santo Sacrificio con comuniones espirituales, con actos de fe, esperanza y caridad, de humildad, de contrición; o para confesarnos, si en el alma hubiera una sombra grave. Lo recuerda Benedicto XVI desde los primeros momentos de su Pontificado. «No se puede "comer" al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de "comer", es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor. La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: "Tomad y comed"» (Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 26-V-2005).
Lavar los pies, instituir el sacramento de su sacrificio, entregar su vida en la Cruz: tres realidades en las que Jesucristo despliega un mismo acto de amor extremo. La primera asume especialmente un valor simbólico y de enseñanza, que prepara a los discípulos a acoger y a entender las otras dos, que son una misma cosa. Por ahí empezó Jesús aquella noche, en la que su amor iba a traducirse en el evento más impresionante que los siglos hayan contemplado y puedan contemplar: Dios que muere por traer la vida nueva a sus criaturas.
Comenzó lavándoles los pies. Gesto conmovedor y elocuente de amor entrañable, de ese amor hasta la locura que culmina en la Cruz y en la Eucaristía. Gesto de humildad sublime, porque quien ama sin limitación alguna no encuentra ninguna dificultad para realizar hasta los actos más elementales en favor de la persona a quien ama; no le detiene lo que otros puedan pensar y decir. Gesto de servicio incomparable por el que revela definitivamente que amar significa servir, darse y ayudar a los demás en todo lo posible y hasta el final.
Amor de servicio, amor humilde, amor de Sacerdote que se ofrece a la vez como Víctima: lección de aquella noche, que el Maestro nos exhorta a que aprendamos para encarnarla en nuestra propia vida. «Sabiendo esto, seréis dichosos si lo cumplís» Un 13, 17).
JAVIER ECHEVARRÍA