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10 febrero 2026

COMENTARIO AL SALMO II. NUESTRA MISIÓN DE CRISTIANOS

NUESTRA MISIÓN DE CRISTIANOS
Como súbditos e hijos de Dios, cada uno de nosotros tiene una misión específica para cumplir. Al llamamos a participar de su Reino, Jesucristo no nos invita solamente a una participación pasiva, sino que nos da una misión, dentro de su plan de Redención. Estamos llamados a ser corredentores, a colaborar activamente con Cristo y toda su Iglesia en la tarea de salvación de las almas. El Concilio Vaticano II define la misión de la Iglesia con las palabras siguientes:
«La Iglesia nació para que, propagando el Reino de Cristo por toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean participantes de la Redención Salvadora y, por medio de ellos, todo el mundo sea realmente ordenado hacia Cristo».
Santificación personal y ordenación de toda la creación hacia Cristo: son los dos aspectos de esta misión que se podrían expresar con una palabra sola -apostolado- y que tiene como fin la dilatación del Reino de Cristo por toda la tierra. Esta tarea cabe a todos los bautizados, a todos los miembros de la Iglesia.
Todos los miembros de la Iglesia recibimos de Cristo esta misión apostólica que, en el fondo es una llamada para corredimir, para colaborar en el plan salvífico de toda la humanidad.
Pensar en esta misión tan elevada que corresponde a cada fiel, puede traer consigo, a la memoria, el contrapunto de nuestra misma pequeñez, de nuestra nada, de nuestra impotencia ante un mundo dónde tanta gente, con tanta fuerza se empeña en destruir el Reino de Cristo, para establecer e imponer otros reinados. Será el momento de oír con fe y confianza las promesas fuertes y veraces de Dios: Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y ex¬tenderé tus dominios hasta los confines de la tierra. Los regirás con vara de hierro, y como a vaso de alfarero los romperás (Ps 2, 8-9).
Al lado de nuestra debilidad, está el brazo fuerte de Cristo; al lado de nuestra ignorancia, la Sabiduría del Verbo Encarnado; al lado de nuestra incapacidad el poder de Dios. Así nos sentiremos animados a trabajar en este mundo donde vivimos, con el fin de poner a «Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas». En la ciudad o en el campo, en nuestro lugar de trabajo -oficina, laboratorio, escuela o universidad-, en nuestra familia y entre nuestros amigos, vecinos, compañeros de trabajo, seremos como esa semilla lanzada en tierra, o como el fermento en medio de la masa. Comunicaremos a todo los demás el ideal de Cristo, un ideal de justicia y de paz, de verdad y de caridad. Seremos, como tantas veces repetía Mons. Escrivá de Balaguer: «sembradores de paz y de alegría».
Nuestro horizonte se ensanchará hasta los «confines de la tierra». Veremos en todos los demás hombres hermanos nuestros, redimidos por Cristo. Sentiremos que, aunque nuestras fuerzas sean escasas, aunque valgamos poco, aunque nos falte el ánimo, nuestra fortaleza, nuestro poder está en Cristo que gobernará con «vara de hierro». Haremos nuestras las palabras de San Pablo: pues cuando somos débiles, entonces seremos fuertes...
El Señor cuenta con nosotros para esta inmensa tarea apostólica, con nuestro trabajo, nuestra ca¬pacidad de hacer amigos, nuestro espíritu de servicio a todos los hombres, con nuestra solidaridad. Como si Jesús pasara ahora entre nosotros, como pasó entre aquella gente de Judea, llamando a unos para que le siguieran de cerca, otros para que fueran amigos suyos, discípulos. Todos reciben de Jesucristo una llamada, y cada uno de nosotros puede ser instrumento para hacer llegar su voz a muchos otros; Él es quien busca, quien llama, quien atrae; nosotros le serviremos de altavoz. Cuando hacemos apostolado, cuando procuramos transmitir a todos ese Amor de Dios, esa llamada divina para ser participantes de la Redención, no hacemos más que cumplir con un mandato de Cristo.
MARÍA LUISA COUTO-SOARES