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6 enero 2026

COMENTARIO AL SALMO II. EN EL VALLE DE LOS LAMENTOS

María Luisa Couto-Soares
EN EL VALLE DE LOS LAMENTOS
No sabemos contestar a los «porqués» que Dios nos dirige, y nos sentimos confusos cuando tomamos conciencia de esta tremenda ingratitud de la criatura que se rebela con tanta arrogancia contra el Creador. Ante nuestra nada, nuestra arrogancia, nuestro orgullo ciego, ante nuestros tristes proyectos de «ser como dioses»; tomamos conciencia de que nuestro poder y nuestra fuerza no valen nada. Que esos proyectos vanos son como esculturas en hielo o castillos en la arena y se derriten o se desmoronan enseguida. Resumen entonces, en nues¬tros oídos, «la risa de Dios»: El que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor (Ps 2, 4). Sentiremos el ridículo de nuestra pequeñez, de nuestra pobre miseria, la insensatez de huir de Dios, saliendo de casa para tierras lejanas, y despilfarrar ahí, en la tierra-sin-Dios, en las ciudades y en las torres babélicas construidas por el hombre, toda la fortuna, los dones preciosos de nuestro Padre. Y, como el hijo pródigo de la parábola, después de unos tiempos de hambre y de privaciones, «caemos en nosotros mismos». Es el mismo Señor quien nos lleva a caer en nosotros, a entrar dentro de nosotros mis¬mos, con su llamamiento y su advertencia: Enton¬ces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira (Ps 2, 5). Experimentaremos el sen¬timiento de nuestra nada, de nuestra hambre, de nuestra necesidad, y nos acordaremos de la casa de nuestro Padre: «Cuántos jornaleros -pensó aquel pobre chico- tienen pan en la casa de mi padre, y yo aquí me estoy muriendo de hambre».
Como escribe San Agustín, el hombre se siente en el valle de los lamentos (cfr Ps 83, 6-7), en el valle de la humildad. «No tema, pues, el hombre perma¬necer en el fondo del valle. En ese corazón contrito y humillado, que Dios no desprecia, el Señor prepa¬ró las ascensiones mediante las cuales nos elevamos hasta Él» (San Agustín, Sermón 347, 2). .
Queremos volver
Esta bajada al valle de las lágrimas, al valle de la humildad es el primer movimiento para empezar el camino de regreso. El hambre, la sed, la falta de cualquier bien, el verse con bellotas y nada más para comer, ha sido el primer impulso para que el hijo pródigo tomara una decisión: «Me levantaré, e iré a mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, hazme como a uno de tus jornaleros» (Le 15, 18). Quizá no había, en su corazón, más que un cierto te¬mor, a la reacción de su Padre a quien había ofen¬dido, al castigo que le podía dar, pero le dolía todavía más la situación precaria en que se encontraba, deseando comer las bellotas de los cerdos, que nadie se las daba. Por eso se levantó y se puso en camino.
El temor no es todavía el amor perfecto, puro, pero es la pena, de vernos tan malparados, el pensamiento de los males futuros que nos esperan; es la risa de Dios que nos resuena en el oído, su ira y su cólera; es el acordarse de que Dios es verdadero Juez, infinitamente justo, y que habrá un Juicio.
«Hay mucha propensión en las almas mundanas a recordar las Misericordia del Señor, -y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos.
Es verdad que Dios Nuestro Señor es infinita¬mente misericordioso, pero también es infinitamente justo: y hay un juicio, y Él es el Juez» (Camino, n. 747).
Dos puntos adelante, nos recuerda Camino que hay de verdad un castigo para los incontritos:
«Hay infierno. -Una afirmación que, para ti, tiene visos de perogrullada. -Te la voy a repetir: ¡hay infierno!
. Hazme tú eco, oportunamente, al oído de aquel compañero... y de aquel, otro» (Camino, n. 749).
Hoy día hay una preocupación muy grande por desarraigar este temor, que es considerado infantil, primitivo, traumático y hasta incivilizado. A los niños no se les debería hablar de pecado, ni de infierno, ni de culpa: pero sí de mal social, de condicionalismos del ambiente, de traumas psicológicos, de represiones que diluyen la noción de conciencia y de responsabilidad morales.