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Beber el cáliz del Hijo
Este gran panorama, que a no pocos se les antoja irrealizable, resulta posible a un hijo y a una hija de Dios; es decir, a quien -animado por la gracia del Espíritu Santo- se siente injertado en Cristo y trata a Dios como Padre. Esa persona se sabe débil y necesitada; avanza, día a día, consciente de que no es superior a las demás; pero busca hacer de su existencia un sacrificio feliz que glorifique a Dios y beneficie a los otros: imitará a Cristo Sacerdote y Víctima, participará de su sacerdocio y de su sacrificio. Alcanzará esta meta porque descubre constantemente la ocasión de convertirse en alma de Eucaristía: bebiendo del cáliz de la Sangre del Señor, se atreverá y cobrará perseverantemente fuerzas para beber el cáliz de su propio dolor; comiendo su Carne crucificada, participará en la misión de Mediador.
Jesús preguntó a Santiago y Juan, que deseaban hallarse los más próximos a Él: «¿Podéis beber del cáliz que Yo he de beber?» (Mt 20, 22). Los dos hermanos buscaban honores, Jesús les habla de dolores. Ellos pensaban en su propia exaltación ante los demás, el Maestro les habla de la suya en el Gólgota. «No sabéis lo que pedís», les comenta. Corredimir con Cristo no guarda relación con lo que en aquel momento pretendían estos dos Apóstoles; pero el bien de los demás, su salvación, contiene lo que Cristo lleva constantemente en su corazón; y eso es lo que ofrece a quienes desean permanecer junto a Él: «Mi cáliz, sí lo beberéis». Pero lo apurarán después de recibirlo en el Santísimo Sacramento y de acoger al Paráclito que el mismo Jesús les enviará.
La historia de esos dos Apóstoles se renueva en cuantos de verdad tratan de acompañar a Cristo de cerca y experimentan -antes o después- temor ante el cáliz que Dios prepara para su Hijo y para los que quieren ser como Él: para el Mediador y para cuantos se asocian -con su vida y sus obras- a esa mediación. «Cáliz de pasión amargo y áspero, cáliz que el enfermo no tocaría jamás, si antes no lo bebiera el médico», dice san Agustín (Sermón 329). Cristo ha bebido hasta las heces ese cáliz en su Pasión y nos lo entrega en la Eucaristía, de manera incruenta, asequible, dulce.
Para beber del cáliz del Hijo, necesitamos la Eucaristía: si gustamos ese «fármaco de inmortalidad», como lo llamó san Ignacio de Antioquía (Carta a los Efesios), nos decidiremos a afrontar la fatiga del continuo morir a nosotros mismos, de ofrecer nuestra existencia cotidiana en sacrificio espiritual grato a Dios. He aquí la receta para moverse en la línea de la heroicidad, de la santidad, como explicaba san Josemaría: «Ser santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que vivamos. Me diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez es fácil: está al alcance de la mano. Cuando una persona se pone enferma, ocurre en ocasiones que no se logra encontrar la medicina. En lo sobrenatural, no sucede así. La medicina está siempre cerca: es Cristo Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, que nos da además su gracia en los otros Sacramentos que instituyó» (Es Cristo que pasa, n. 160).
Eso hicieron de manera cruenta los mártires: ellos, que participaron del Cuerpo y de la Sangre del Señor, comprendieron «qué habían comido y qué habían bebido; y supieron darlo a su vez» (San Agustín, Sermón 329). Nosotros lo haremos de manera incruenta, como explica san Josemaría: «En la tragedia de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana (...). El misterio de Jesucristo se prolonga en nuestras almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre» (Es Cristo que pasa, n. 96).
Ser ofrenda grata a Dios; ser sacerdote de esa ofrenda «por Cristo, con Cristo, en Cristo» (Misal Romano): ésta es la vida de un hijo de Dios, de una hija de Dios; éste, el cáliz que debe beber sostenido por su participación en la Eucaristía, que es a la vez banquete y sacrificio. Las personas más felices en este mundo, también humanamente, han sido los santos: su vida con Cristo se ha traducido en un gozo y una paz que el mundo no puede dar, y han sembrado a su alrededor la alegría contagiosa de su caminar en la Verdad.
«Haced esto en conmemoración mía»: el mismo y único sacerdocio
Jesús se entrega a sus discípulos consagrando pan y vino; y les indica: «Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11, 23 y 25). ¿A qué se refiere «esto»? Sin duda, y así lo ha entendido siempre la Iglesia, «esto» indica la doble consagración. Ése es su sentido propio. Con tal mandato, Cristo otorga a los discípulos un poder nuevo. Les había transmitido ya antes el don de obrar milagros y de expulsar los demonios; ahora les confiere poder sobre su cuerpo y su sangre. Hasta ese extremo llega su amor: se pone incondicionalmente a disposición de los suyos. Con ese poder, los Apóstoles adquieren la facultad incomparable de ser instrumento de Cristo para transubstanciar el pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre: la gracia sublime de renovar sacramentalmente el Sacrificio de Cristo, que se hace presente por la consagración separada del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Se han convertido en sacerdotes de un modo especial, para actuar in persona Christi Capitis, en persona de Cristo Cabeza.
Son sacerdotes de un sacrificio singular: el cumplido por el Hijo de Dios en el Calvario, cuando se inmoló por nosotros ofreciendo amorosamente su vida al Padre. Quien sacrifica y quien es sacrificado son la misma Persona. Cristo es a la vez el sacerdote y la víctima. En la renovación incruenta de ese sacrificio por medio de la doble consagración del pan y del vino, que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, el sacerdote presta su voz, sus manos, su inteligencia y su voluntad para que sirvan al Señor (Es Cristo que pasa, n. 86). Las palabras son suyas -de Cristo-, el poder es suyo -de Cristo-; Él actúa en cada Misa y transubstancia las realidades del pan y del vino. Ha nacido una nueva colaboración entre Dios y el hombre; entre el sacerdote cristiano y Cristo glorioso se verifica una comunión singularísima y única: el sacerdote y Cristo confeccionan a la vez la Eucaristía, aunque no al mismo nivel, porque el sacerdote actúa como ministro -instrumento vivo- del Señor.
¡Cuánta delicadeza interior necesita el sacerdote, para no caer en una familiaridad indebida! En este mundo nuestro se repite un fenómeno: los hombres de cámara, los asistentes o mayordomos de grandes personajes, fácilmente llegan a perder la noción de la grandeza moral o social de aquellos a quienes sirven; su frecuencia de trato con esos personajes -con defectos, como cualquier otra criatura- les juega esa mala pasada. Los sacerdotes -y de otro modo los cristianos- estamos expuestos a un peligro parecido: no entender con objetividad la medida de nuestra colaboración, pensar que nos hallamos a la misma altura del Señor y disponer de sus cosas -de la liturgia, de la palabra revelada, de los misterios sacramentales- como si nos pertenecieran exclusivamente. Nos pertenecen ciertamente; Él nos confía esas realidades; pero espera también que las cuidemos y administremos según Él quiere: imitando su obediencia hasta la muerte de Cruz, que -entre otras cosas- significa ahora realizar los gestos sacerdotales también en espíritu de obediencia al Padre (en este caso, además, es obediencia también a la Iglesia nuestra Madre); ofreciendo a los fieles un servicio puro y santo, como Él nos lo ha ofrecido a todos; cuidando con rigor la liturgia prescrita, valorando a fondo todos sus detalles.
«Haced esto en memoria mía». Además de su significado propio, podemos ver también en estas palabras que Jesús pide a sus discípulos que imiten su vida y su conducta; que entreguen su vida para gloria de Dios y salvación de todos los hombres y mujeres que pueblan la tierra; en definitiva, les reclama plena unión e identificación con Él. En este sentido, las palabras de Jesús suenan también como un requerimiento de nuestro afecto, parecen implorar nuestro cariño. Como si sugiriera: «No os olvidéis de mí, no os olvidéis de mi amor, no os olvidéis de mi entrega por vosotros».
JAVIER ECHEVARRÍA