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24 enero 2026

MARIA, MADRE DE LA DIVINA GRACIA

Escribe un autor del siglo XVIII: «Con mucha razón es significada María, como Madre de la divina gracia, en una fuente que por todas partes está rebosando agua: pues esta Señora es llena de gracia, según la salutación angélica; de modo que puede decir de sí: En mí se halla toda la gracia; porque así como el mar abunda de muchas aguas, así María, cuyo nombre viene de Mar, abunda de muchas gracias; y si todos los ríos se juntan en el mar, en María se hallan unidas todas las gracias que se admiran separadas en todos los ángeles y santos.» Y sigue diciendo el texto, un poco más adelante: «De todo lo dicho nace un gran consuelo para los hombres, porque al modo que una fuente llena de agua fácilmente se derrama, y el mar por su mucha cantidad de agua se difunde en grandes ríos, así María, como fuente y mar de gracias, nos comunica con abundancia sus favores. Por lo cual, si cuando oramos temiéremos llegar a Dios, al modo de los israelitas que de mejor gana hablaban a Dios por medio de Moisés que por sí mismos, lleguemos sin temor al trono de la gracia: esto es, al trono de aquella Señora, que siempre está llena de gracia».
Sumergirse en ese Mar azul limpísimo que es la Virgen María, es descubrir un mundo nuevo lleno de estupendas posibilidades. Porque el mundo de la gracia nos ofrece lo que todas las imponentes fuerzas naturales no son capaces de dar. Es el mundo de la caridad teologal, participación en el Amor mismo de Dios. Así lo expresaba Pascal: «De todos los cuerpos en conjunto no podría obtenerse un pequeño pensamiento: esto es imposible y de otro orden. De todos los cuerpos y espíritus, no se podría obtener un movimiento de verdadera caridad: esto es imposible y de otro orden, sobrenatural. La distancia infinita de los cuerpos a los espíritus figura la distancia infinitamente más infinita de los espíritus a la caridad; porque es sobrenatural».
La doctrina católica es ésta: «por la infusión de la gracia el hombre se diviniza». La gracia no destruye la naturaleza: la sana, la perfecciona y la eleva. «La gracia perfecciona al alma, divinizándola, no sólo en su obrar, sino en su mismo ser, por lo que de algún modo quienes están en gracia se hacen deiformes y gratos a Dios como hijos suyos». En Virtud de la gracia podemos conocer, amar y movernos con alcance y fuerza sobrenaturales.
¿No es lástima que muchos desconozcan el tesoro que llevan dentro del alma y no se beneficien de tan gran fortuna, y sigan viviendo una vida mezquina, muy cercana a la miseria? Dice el Salmo: «El hombre, a pesar de haber sido elevado a una excelsa dignidad, no supo apreciarlo; se rebajó al nivel de los jumentos ignorantes y se hizo semejante a ellos». El hombre, que podría volar como las águilas, se reduce al ámbito de las aves de corral. Oye hablar de santidad, se da cuenta de que Dios le llama a una vida noble de hijo de Dios, a imagen de Jesucristo, ya en la tierra, y con frecuencia renuncia de entrada a la alta meta. Vivimos a menudo una vida enemistada con lo difícil, y no es porque no nos atraiga, sino porque nos sentimos incapaces, sin fuerzas. Es que ignoramos o no creemos bastante en la fuerza de la gracia. Si nos sentimos prematuramente cansados, es porque no confiamos como es menester en la virtud de Dios que opera en nosotros. «Todos los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas y reciben alas de águila», dice Isaías.
Todo el mundo sabe que lo que Dios quiere, pide o exige, es lo mejor, y que valdría la pena hacerlo; pero a menudo se ve como un ideal irrealizable. Es una lástima. ¡Porque es realizable!
Evidentemente, las exigencias de la moral cristiana exceden las capacidades naturales. Pero es tan cierto que es del todo imposible vivirlas sin la gracia, como cierto es que con ella es posible. La fe en Dios y en su Palabra ha de concretarse en la fe en el poder de su gracia. Si no la tenemos, entonces nos convertimos en esclavos encadenados por los angostos límites de nuestra naturaleza caída, vulnerada por el pecado. Tendemos entonces a rebajar, a diluir las exigencias, no sólo del Evangelio, sino también de la naturaleza.
A veces el hombre «razona» de este modo: ¿Somos débiles? Luego no hay que ser fuertes. ¿No conseguimos ser castos? Esto quiere decir que no es necesario que lo seamos; más aún: ¡sería malo ser castos! ¿No conseguimos ser generosos? ¡Pues seamos egoístas! ¿Cuesta hacer oración? Despreciémosla. ¿Somos poco inteligentes? Entonces resulta obvio que la sabiduría es una idiotez. ¡Qué fácil es engañarse a uno mismo, y qué cosa más triste!
Si el Señor nos dice: sed fuertes, limpios, piadosos, generosos, testigos del Evangelio, es que ¡podemos! El está dispuesto a echarnos una mano todopoderosa; se dispone a darnos su gracia, y nos dice, como a los Apóstoles: «Seréis revestidos de la fuerza de lo alto». Y para ello instituyó los Sacramentos, fuentes de la gracia.
Y ésta es verdad tan exacta y católica, que el Magisterio de la Iglesia la ha sostenido cuantas veces ha llamado a María Mediadora de todas las gracias, lo cual quiere decir, en palabras de aquel emperador del siglo X, León VI el Sabio, que «ningún bien se nos concede sin su intervención, y no nos libramos de ningún mal sin su defensa». Por ello, ya en el siglo II hallamos esta audaz aseveración en la pluma de San Ireneo: «Dios quiso que Ella fuese el principio de todo bien» In me omnis gratia, en mí se halla toda la gracia, dice la Escritura, y lo pone la Liturgia en labios de Nuestra Señora. No es de maravillar, si es la Gratia plena; Mar de maravillas, y Paraíso de donde ha brotado la Fuente —Cristo— de toda gracia divina.
ANTONIO OROZCO