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LAS CONSECUENCIAS DE UN SÍ
Al asistir a la visita del Ángel, nos hemos pasmado ante la generosa prontitud de la respuesta de Nuestra Madre. La hemos visto también, luego, sola, en compañía de su Sí grande, cuajado en el más bello fruto que pueda concebirse: el Verbo hecho carne en su seno purísimo. Son tantas las cosas que pasaban por su mente única, que sería imposible resumir: la historia de la humanidad; la de Israel, su pueblo. Siglos y siglos rezando para que llegase el Mesías, las nubes lloviesen al Justo y se abriera la tierra y germinase el Salvador. Columbraba María las consecuencias de su Sí al Amor: alumbraba Ella una nueva humanidad encaminada, con el paso decidido, hacia Dios. El Reino de los Cielos estaba muy cerca: ya latía en sus virginales entrañas.
El dolor de su alegría estaba sólo en que, de momento, no podía compartirla en el mundo, ni siquiera con José —el Esposo fidelísimo—. Eran los designios de Dios —El sabe más—, que siempre pone la gotita amarga en la alegría terrena, de modo que no olvidemos que son otros, muy superiores, los mundos a los que nos llama: no sea que nos instalemos aquí abajo, como si éste fuese nuestro siempre. Ella bien lo sabía, pero había de sufrir de alguna manera lo que sus hijos tendríamos que padecer a lo largo de los siglos.
Pero el Padre Dios no dejó mucho tiempo a la Virgen en tan duro trance. El Arcángel había insinuado que Isabel requería en su casa la presencia de María. Y Ella comprendió pronta y perfectamente: «En aquellos días —refiere San Lucas— se levantó María y se fue con presteza a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo». Una gran luz se hizo en la mente de Isabel, que vio en su joven prima a la Madre de Dios, «y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?».
La Virgen ya puede hablar de su gozo indecible; ya puede manifestar en voz alta su alegría enorme. Y entona el Magníficat, a impulsos del Espíritu Santo.
Las consecuencias del fíat —del sí al Amor— son, unas previsibles, e imprevisibles otras.
Entre las previsibles se halla la alegría inmensa, proporcional a la magnitud del sí. Siempre que decimos que sí a Dios —aun cuando suponga un no a nosotros mismos— resulta un notorio incremento de la alegría, mientras el sí sea rotundo y se mantenga inalterado. Por¬que la alegría es un cierto acto y fruto del amor, y del amor ha brotado el sí. Y cuanto más radical sea éste, mayor es la alegría.
Esto es lo más o menos previsible. Pero siempre hay sorpresas que acompañan a los síes al Amor.
¿Qué hubiera sucedido si la Virgen hubiese dicho al Arcángel: Mira, Gabriel, no; yo soy muy poca cosa, así que me quedo como simple esclava del Señor, que en ello veo incluso más humildad y más mérito? ¿Qué hubiese sucedido? Nunca lo sabremos en este mundo. Pero puede afirmarse que la Redención no se hubiese realizado del modo sublime que conocemos y nos maravilla. Acaso estaríamos aún esperando al Mesías. Quizá no hubiese llegado jamás.
En cambio, en virtud del sí de María, Dios se ha hecho hombre, Ella es Madre de Dios, y nosotros —que éramos siervos— hemos lle¬gado a ser hijos de Dios, redimidos del pecado, del poder del demonio y de la muerte, con las puertas del Cielo abiertas de par en par; el Reino de Dios está ya en medio de nosotros; tenemos a Jesús en la Eucaristía y en los demás sacramentos. Todo esto, dicho tan resumidamente, a partir de las palabras de una Mujer —casi una niña todavía—, pronunciadas en una casita no muy grande, modestamente instalada, humilde como sus gentes, donde se desarrolló la escena más conmovedora que jamás hombres o ángeles hayan podido contemplar.
Vamos ahora a completar la lección, contemplando un pequeño personaje que aparece junto al Señor en un monte cercano al mar de Galilea, repleto de gente que lleva una jornada entera escuchando al Maestro. Tenía el pequeño entre sus manos una cesta con cinco panes y dos peces: lo que su madre, seguramente, le había preparado para que pasase el día. Y Jesús, que podía dar de comer a la muchedumbre expectante, convirtiendo las piedras en pan, quiere servirse de lo que el chavalín llevaba en su cesta. «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces» había dicho Andrés al Señor. ¡Qué ocurrencia!, pensaría el chico: «Si nos ponemos a repartir, nos quedamos todos en ayunas.» Pero Jesús se acerca con la mano extendida al pequeño, aferrado fuertemente a su cesta: «Si suelto la cesta, me quedo sin nada; tal vez mamá, cuando se entere, me dará un cachete, por tonto; además, mi gesto no solucionaría nada: todos seguiríamos en ayunas.» Estos y muchos otros argu¬mentos podían haber pasado por la mente de nuestro pequeño personaje, en el breve instante de lucha íntima, previo a la respuesta libre. Pero ahí estaban la mirada de Cristo y su mano extendida. Y vence la generosidad. El pequeño suelta su cesta, que es todo cuanto tiene, y lo entrega a Jesús; se queda sin nada. Ha dicho sí al Amor. Y se produce el prodigio. Sus ojos no pueden creer lo que ven. Los panes y los peces —¡sus panes y sus peces!— se multiplican como por encanto. A todos llega con abundancia el alimento. El niño está exultante de gozo. La gente advierte el milagro y trata de proclamar rey a Jesús. Pero El huye al monte y la muchedumbre se dispersa. El niño regresa a su casa y le dice a su madre algo así: «¿Sabes mamá? Esta tarde, Jesús y yo hemos dado de comer a más de cinco mil personas.» Y el pequeño se convierte en apóstol contando los pormenores de la jornada luminosa. Y la casa se llena de fiesta, porque la invade una fe nueva y una esperanza magnífica.
Es posible dedicar todos los días, al menos, diez minutos a la oración, es decir, conversar confiada y amorosamente con Dios, nuestro Padre, y con la Virgen, nuestra Madre, para acercarnos así cada día un poco más a la meta del vivir humano. Si un día no dedicas, al menos, ese tiempo a Dios, no pecas; en principio, no te condenas. Y entonces puedes concluir: no pasa nada; hoy puedo prescindir de la oración. Efectivamente, no pasa nada. Y esto es lo que pasa; pasa una triste cosa: que no pasa nada. ¡Pudiendo pasar algo maravilloso!, ¡pudiendo crecer en santidad!, ¡pudiendo aumentar la gloria eterna y conseguir para otros la salvación o también una mayor gloria!
ANTONIO OROZCO