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SEÑORA DEL TIEMPO
Después de aquel «No temas, María», la Virgen se entrega entera a la Voluntad de Dios, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y —añade San Lucas— la dejó el Ángel».
El Ángel se va, dejando una estela invisible de gratitud y de amor. La Virgen Madre se queda sola con el eco de su propio Sí, asombrada quizá de su propio Sí, tan rendido y tan libre, tan suyo y tan de Dios; todo de Dios, todo suyo. Lo mismo que sucede con todas nuestras generosidades.
Es posible que tú también te admires de tus síes a la gracia, y digas: qué poderoso es Dios que me ha arrancado ese sí que me costaba tanto. Ves que es tuyo y que es de Dios. Tal vez haya que subrayar, no obstante, que el Sí de la Virgen fue el más de Dios —el más sobre¬natural que se haya pronunciado jamás— y el más propio de la criatura. Suponía la mayor entrega, el mayor heroísmo, y, de otra parte, era como el fruto maduro que se desprendía sin sentir. No como la rama verde, que hay que arrancar magullándola, sino como el fruto sabroso ya, que el árbol entrega generosamente a la tierra para que germine y los frutos se multipliquen. Porque el Sí grande de María era consecuencia de muchos síes precedentes, entrelazados como perlas por el hilo de un amor inmenso.
¡Cómo corrió la Virgen Santa por los cami¬nos del Amor! Jamás se le escapó un no, ni siquiera pequeño. ¡Qué altísimas cotas alcanzó su Corazón inmaculado! Cada instante de su vida fue un sí pronto y rotundo, fruto de la gracia y de su libre voluntad, que iba mereciendo a cada paso, más gracia. Y su plenitud iba haciéndose más plena.
La plenitud de gracia de Santa María, con ser inmensa, no era una plenitud infinita —como fue la de Cristo—, al menos en el sentido estricto de la palabra. Era una plenitud proporcionada a su dignidad incomparable de Madre de Dios. Jesús no creció ni podía crecer en gracia. Sólo cabía que en su Humanidad Santísima se manifestase siempre más claramente —«ante Dios y ante los hombres»— su gracia divina y su gracia humana. En cambio, la gracia de María —siendo plena desde el instante de su Concepción— pudo crecer y creció de hecho continuamente
Tal vez se haga más comprensible ese gozoso misterio, si entendemos a la Virgen como un vaso precioso que, desde el primer instante, está lleno hasta rebosar de un licor dulcísimo. Pero he aquí que, por un prodigio de la misma gracia, el maravilloso recipiente va ensanchando su capacidad, al tiempo que se llena más y más, alcanzando límites insospechados, hasta que al fin ya no es posible crecer más, porque la plenitud se ha hecho plena.
Santo Tomás lo explica distinguiendo una triple plenitud de gracia en María. Una que puede llamarse dispositiva o inicial, que recibió María en el instante mismo de su primera santificación. Otra perfectivo: en el momento en que Dios se encarnó en sus purísimas entrañas, aumentando inmensamente su gracia santificante. Y otra final o consumativa, que es la plenitud que posee en la gloria por toda la eternidad: Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. 77?., III, q. 27, a. 5, ad 2.
Vaso espiritual, Vaso digno de honor, Vaso insigne de devoción, rezamos en las Letanías del Santo Rosario. Vaso lleno de la vida divina, de virtudes sobrenaturales y de los dones todos del Espíritu Santo. A los toques de la gracia, Ella respondía siempre: ¡sí! Y con el sí, la gracia aumentaba la capacidad y enriquecía su contenido: aumentaba su fe, se robustecía su esperanza, se dilataba su corazón, su unión con Dios se hacía más íntima a cada momento. Sin retrocesos, sin caídas, el suyo ha sido el progreso por excelencia, siempre perfectivo y cada vez más intenso, el más vertiginoso que pueda imaginarse. Lo mismo que una piedra es tanto más veloz cuanto más se acerca al centro de gravedad, «los que están en gracia de Dios, cuanto más se acercan al fin, crecen más rápidamente». Esta ley tuvo en la Madre de Dios un cumplimiento impresionante. Así, hasta llegar a su colmo el día de la Asunción.
En Ella se cumplieron, de una manera sublime, las palabras del libro de los Proverbios: «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta ser pleno día»
¿Y en nosotros, qué sucede? También Dios «ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Pero —añade San Pablo— llevamos este tesoro en vasos de barro». Sí, vasos de barro, capaces de resquebrajarse con gran facilidad, que a veces dejan que se filtre más o menos su contenido divino, y no retienen todo lo que en ellos generosamente se vierte. Nuestro punto de partida no es el de la Virgen: no nacemos inmaculados; no podemos aspirar a la misma santidad que nuestra Madre.
Pero sí podemos y debemos aspirar a una santidad auténtica. «Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro» Contamos para ello con mucha gracia de Dios: ¡los sacramentos!, fuentes inagotables, canales anchurosos. Contamos, además, con multitud de gracias actuales con las que el Espíritu Santo no cesa de instigarnos, aunque estemos en pecado, para despertar nuestras ansias de Infinito: santas ambiciones de Amor eterno. ¡Si fuéramos fieles, qué alto llegaríamos! Cuando Dios toma posesión de un alma, quién sabe a dónde puede llegar; la generosidad de Dios no tiene límites.
El tiempo de que disponemos es poco: tempus breve est. «Siempre. ¡Para siempre! Palabras manoseadas por el afán humano de prolongar —de eternizar— lo que es gustoso.
ANTONIO OROZCO