-
Día 31.- LA VERDADERA DEVOCION A LA VIRGEN
Se terminan estos días de un mes dedicado especialmente a María. Se acaban las flores de mayo con este último día. Lo que no puede acabar es nuestro amor a la Santísima Virgen. Estos días han debido servir para acrecentar nuestra devoción filial a la Señora.
La verdadera devoción consiste en amarla de veras, cumpliendo los mandamientos de su Hijo y de la Iglesia, así como nuestros deberes familiares y profesionales, sin olvidar -como auténticos hijos- poner nuestra plena confianza en su corazón de Madre.
Consiste también en todas esas manifestaciones de amor y de piedad que, a lo largo de cada uno de estos días, hemos ido considerando. Consiste en esa lucha diaria por la adquisición de todas aquellas virtudes cristianas de las que Ella fue modelo mientras vivió entre los hombres.
Que el glorioso Patriarca San José, Esposo fidelísimo de María, nos enseñe a querer y tratar a la Virgen Santa María con aquella delicadeza y fervor con que él lo hizo, y nos ayude, en todas nuestras necesidades espirituales y temporales, para que, en su compañía y al lado de: la Santísima Virgen, bendigamos eternamente a nuestro Divino Redentor Jesús.
Flor espiritual para hoy: Consagrarse a la Santísima Virgen y prometerle, no apartarnos jamás de Ella; por el pecado.
TERCER DÍA DEL DEVOCIONARIO AL ESPÍRITU SANTO
Oración
¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….
Consideración
La Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo, es el Cuerpo Místico de Cristo
Permitidme narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a sur, y de este a oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran.
Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.
Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que —según las palabras fuertes de San Pablo— cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia.
Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.
Oración
¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.