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Fundación de la Sección de Mujeres
La Sección de mujeres del Opus Dei custodia, en la Sede Central de Roma, una pequeña imagen de la Virgen. Ocupa una hornacina de mármol en la pared lateral de una sala. Esta imagen es policromada y ha protagonizado una larga y entrañable historia: la mandó tallar el Fundador de la Obra cuando las primeras vocaciones iniciaban su camino en Madrid.
Tiene la Virgen un perfil estilizado, una actitud ingenua. Acoge en sus brazos a un niño menudo, arropado por la protección de su Madre. Los pliegues del manto confluyen hacia los pies dándole un aire de levedad, de ingravidez, como si el Amor que la sustenta llevara sus pasos de puntillas en el desvelo por lo amado. En el pedestal, dos palomas quietas acentúan la serenidad del conjunto.
Monseñor Escrivá de Balaguer dijo siempre que la Sección de mujeres del Opus Dei había sido un deseo de Dios, ya que su voluntad era ajena, e incluso contraria, a tal proyecto.
«Estáis en la Iglesia trabajando, porque Dios lo ha dispuesto expresamente. Y no tenéis Fundadora (...). Vuestra Fundadora es la Madre de Dios, la Virgen. Por eso quiero que haya una imagen de la Virgen en todos los oratorios; por eso la tenemos por todos lados».
A partir del 2 de octubre de 1928, don Josemaría desarrolla una tarea ingente. Sin abandonar ninguno de los trabajos que antes realizaba, se dedica de lleno a lo que, ahora, sabe con claridad que Dios le pide. Siempre tendrá el convencimiento de que hace poco y buscará el modo de trabajar más, de rezar más, de entregarse más. Se mortifica duramente: apenas come, duerme muy poco. Recurre a la ayuda de su Ángel Custodio para cualquier problema: que le ponga en marcha el reloj, cuando se le estropea, o que le despierte a la hora prevista por la mañana. Y pone en juego su tesón invencible para cumplir la misión que Dios le ha encomendado.
Mantiene correspondencia frecuente con gran número de personas. Sus cartas suelen ser breves, afectuosas y con palabras que transmiten el fuego del amor de Dios. También sus relaciones personales de amistad son así. Los que acuden a su lado sienten como vértigo al descubrir el inmenso y nuevo panorama que abre ante sus almas con rasgos poderosamente cincelados.
Durante casi un año y medio trabaja en la convicción de que la Obra está dirigida exclusivamente a hombres.
Entre todas las informaciones que ha recibido acerca de otras instituciones, ha llegado a sus manos la documentación relativa a una Asociación integrada por hombres y mujeres.
Cuando reflexiona sobre aquello, anota en sus apuntes: «Nunca habrá mujeres -ni de broma- en el Opus Dei. Y a los pocos días... el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.
El día 14 de febrero de 1930, don Josemaría va a celebrar la Santa Misa, como tantas veces, en casa de la Marquesa de Onteiro. Camina hacia la calle de Alcalá Galiano en esta mañana traspasada por el frío de Madrid. Es viernes: día en que la Iglesia contempla el amor de Dios, muerto en la Cruz por los hombres. Sólo han pasado quince meses y doce días desde aquel 2 de octubre de 1928, cuando el Señor quiso confiarle su mensaje: traducir su presencia en todos los caminos de la tierra.
El oratorio está construido en la planta primera de un hotelito que ya no existe. La entrada se hacía por una pequeña puerta que comunicaba con el jardín. Este 14 de febrero, don Josemaría empieza el Santo Sacrificio de la Misa; va leyendo las oraciones litúrgicas del día y llega a la Comunión. Y, cuando junta las manos, para agradecer la presencia de Cristo en su corazón, tiene la evidencia de que Dios quiere completar su Obra con una Sección de mujeres, que viva el mismo espíritu. En muchas ocasiones hablará de aquel momento a sus hijas:
«No pensaba yo que en el Opus Dei hubiera mujeres. Pero, aquel 14 de febrero de 1930, el Señor hizo que sintiera lo que experimenta un padre que no espera ya otro hijo, cuando Dios se lo manda. Y, desde entonces, me parece que estoy obligado a teneros más afecto: os veo como una madre ve al hijo pequeño». Más adelante volverá a decir: «Si -en 1928- hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera muerto: pero Dios Nuestro Señor me trató como a un niño: no me presentó de una vez todo el peso, y me fue llevando adelante poco a poco... ». Y subrayará, una vez más, esta certeza:
«Vinisteis a la vida de la Iglesia en un momento en que no os esperaba, y yo agradezco a Dios Padre, a Dios Hijo, y a Dios Espíritu Santo y a la Santísima Virgen este vuestro nacer; agradezco el teneros».
Más adelante, don Josemaría contrastará la inspiración divina que ha recibido con la opinión del confesor, quien le confirma una vez más: «Esto es tan de Dios como lo demás».
Por Voluntad de Dios, pues, el Opus Dei pasa a tener, desde este día 14 de febrero de 1930, dos Secciones, una de hombres y otra de mujeres.
Las dos estarán cimentadas, desde el principio y para siempre, en la unidad de la misma raíz, de la misma vida y de idéntico fin. Son dos fuerzas que convergen en el corazón del Fundador.
Acaba de nacer -en un día que proclama final de invierno madrileño- algo imprescindible en la vida de la Obra: la presencia de la mujer para convertir el trabajo, el mundo, los caminos y los lugares, en un hogar universal que acoja las almas todas de la tierra.
Ana Sastre, Tiempo de caminar
Fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei
Entre 1940 y 1945, las vocaciones a la Obra se han multiplicado en España. Una leva de gente joven pone su vida al servicio de Cristo. Algunos lugares parecen haber adquirido el talante de aquellas playas de Genesaret por las que el Hijo de Dios pasó en rápido y trascendental reclutamiento: «¡Seguidme!... ». Y las gentes iban tras El. Así también, en estos primeros años, suena la respuesta afirmativa en muchos corazones con brío de Apóstol.
Los miembros del Opus Dei tienen trabajo en todas las ciudades del país. Han de atender cotidianamente a su tarea profesional, con la que se ganan la vida y que constituye el ámbito de su encuentro con Dios. Aprovechan los fines de semana para emprender viajes de norte a sur, por la geografía española, en busca de respuestas de generosidad personal para abrir los caminos del mundo.
Además de esta actividad incesante, Álvaro del Portillo, José Luis Múzquiz y José María Hernández de Garnica, dedican mucho tiempo al estudio de las ciencias sagradas. El Padre les ha invitado, uno por uno, en nombre de Dios:
-«Hijo mío, ¿te gustaría ser sacerdote?»
La respuesta es afirmativa. Por eso, aparte de las ocupaciones habituales, tienen ahora la necesidad de cursar la carrera eclesiástica. Con la autorización del Obispo de Madrid, preparan libremente sus asignaturas y se examinan en el Seminario. Álvaro del Portillo y José Luis Múzquiz son Ingenieros de Caminos y doctores en Filosofía y Letras. José María Hernández de Garnica es Ingeniero de Minas y tiene el doctorado en Ciencias. El Padre consigue para estos futuros sacerdotes un profesorado de excepción con el visto bueno de don Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid. Algunos dominicos pertenecientes al Angelicum de Roma, como el P. Muñiz y el P. Severino Álvarez, se harán cargo de la Teología Dogmática y el Derecho Canónico. Don José María Bueno Monreal, más tarde Cardenal de Sevilla, les explica Teología Moral. Fray José López Ortiz, que será nombrado Obispo de Vigo y, años después, Vicario General Castrense, será su profesor de Historia de la Iglesia. El P. Celada, erudito del Instituto Bíblico de Jerusalén -y también dominico-, les enseña Sagrada Escritura. Y junto a ellos, Fray justo Pérez de Urbel se hará cargo de la Sagrada Liturgia y también don Máximo Yurramendi, que será designado, más adelante, Obispo de Ciudad Rodrigo.
Años más tarde, el Padre podía subrayar: «Desde que preparé a los primeros sacerdotes de la Obra, exageré -si cabe- en su formación filosófica y teológica, por muchas razones: la segunda, por agradar a Dios; la tercera, porque había muchos ojos llenos de cariño puestos en nosotros, y no se podía defraudar a esas almas; la cuarta, porque había gente que no nos quería, y buscaba una ocasión para atacar; después, porque en la vida profesional he exigido siempre a mis hijos la mejor formación, y no iba a ser menos en la formación religiosa. Y la primera razón -puesto que yo me puedo morir de un momento a otro, pensaba-, porque tengo que dar cuenta a Dios de lo que he hecho, y deseo ardientemente salvar mi alma».
Las tareas habituales continúan sin mengua alguna, y hay que arañar los minutos para estudiar. Cuando las asignaturas requieren una intensa dedicación, el Padre decide alquilar un par de habitaciones en un pequeño Hotel de El Escorial o en una pensión situada en Torrelodones. Aquí se aislan para emplear jornadas enteras en los libros de Teología. Estos hombres jóvenes, que han cursado ya carreras universitarias, con las mejores calificaciones, profundizan ahora en el estudio de la fe católica.
En estos momentos, el Fundador es el único sacerdote de la Obra. Ha de atender el Patronato de Santa Isabel, del que es Rector; dedicar muchas horas a la dirección del Opus Dei, y llevar a cabo una extensa labor apostólica. A pesar de su agotadora jornada, a última hora de la tarde encuentra un puñado de tiempo para acompañar a sus futuros hijos sacerdotes. Llega, con Ricardo Fernández Vallespín al volante de un viejo coche que se reconoce de lejos, en el silencio del campo, por los continuos jadeos del motor.
Viene a verles, porque imagina que están cansados después de muchas horas de estudio. Y porque de su formación espiritual y pastoral se encarga personalmente. Andando frente al aire sereno de El Escorial, les habla del afán que ha de animarles, de la Obra que comienza a navegar el mar sin orillas del mundo, de la tarea ingente que les espera, de la santidad como única meta de sus aspiraciones. Y les deja una buena dosis de fortaleza para cada jornada.
Por la mañana, los tres asisten a Misa, a primera hora, en la iglesia del Monasterio de El Escorial. Luego, estudio en las habitaciones del Hotel Regina que, durante estos meses de invierno, está vacío. Pausas para comer. Espacios de tiempo para rezar. Y vuelta a los textos, entregando a Dios el esfuerzo, la dificultad, el entusiasmo. Hasta que el atardecer se llena, una vez más, con el sonido inconfundible del motor y la cálida presencia del Padre.
Les habla el Fundador de su preocupación por hallar la fórmula jurídica para los sacerdotes de la Obra. Porque la idea está clara. Falta sólo el título de ordenación que permita su ministerio sacerdotal en el Opus Dei.
El 14 de febrero de 1943, Monseñor Escrivá de Balaguer celebra la Santa Misa en el oratorio del Centro que tienen las mujeres en la calle Jorge Manrique de Madrid. Y cuando termina, ha visto con claridad la solución: ha nacido la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Así recuerda aquel momento Encarnita Ortega: «Después de la acción de gracias, nos pidió papel y pluma. Luego, a los pocos minutos, apareció en el vestíbulo visiblemente emocionado:
-"Mirad -nos dijo señalando una cuartilla en la que había dibujado una circunferencia y en el centro una cruz-: éste será el sello de la Obra. El sello, no el escudo -aclaró-: el Opus Dei no tiene escudos. Significa el mundo y, metida en la entraña del mundo, la Cruz, que es el sacerdocio"».
Y años después de aquel 14 de febrero de 1943 subraya Monseñor Álvaro del Portillo:
«Fue allí, en ese oratorio, dentro de la Misa, donde vio la solución canónica para que pudieran ordenarse sacerdotes de la Obra, e incluso el nombre y el sello de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz: un círculo simbolizando el mundo y, dentro, la Cruz, que es el sacerdocio».
Algunas horas más tarde de este 14 de febrero, el Padre sale camino de El Escorial.
Sorprende hoy el ruido familiar en una hora inusual. Viene muy contento, sube a la habitación y llama a Álvaro. Después, paseando por la gran explanada, con la montaña de granito al fondo, le cuenta lo que ha pasado aquella mañana durante la Misa.
A partir de ese momento, el Padre trabaja intensamente en los primeros documentos jurídicos de la Obra que han de llegar oficialmente hasta la Santa Sede. Dos meses después del 14 de febrero del 43, cuando Europa vive en plena Guerra Mundial, Álvaro del Portillo sale camino de Roma en avión, para solicitar la aprobación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Durante el vuelo pasan sobre barcos de guerra italianos y advierten la presencia de dos aviones ingleses. De pronto y con pánico general entre el pasaje, da comienzo una feroz batalla aero-naval. Sólo Álvaro permanece tranquilo en su asiento:
«Yo tenía la seguridad de que no pasaría nada, porque llevaba los papeles. No se me pasó ni una vez por la cabeza que podían echar el avión abajo (...). Y llegué al aeropuerto de la Urbe, que entonces se llamaba Aeropuerto Littorio (...). Estuve en Roma desde finales de mayo de 1943 hasta el día de San Luis, el 21 de Junio, en el que regresé a España. Ya estaba la Obra completa, porque en la Santa Sede habían aceptado con entusiasmo los papeles del Padre, que llevé yo ».
Resumiendo las etapas fundacionales de la Obra, Monseñor Escrivá de Balaguer diría años más tarde:
«La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres contra mi opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo encontrarla y no encontrándola.
También durante la Misa. Sin milagrerías: providencia ordinaria de Dios».
ANA SASTRE, Tiempo de caminar, p. 204-206.