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9 diciembre 2025

Comentario al Salmo II. LAS REBELIONES HUMANAS

LAS REBELIONES HUMANAS
Pocos días antes de morirse, Cristo entra triunfalmente en Jerusalén, montado en un borrico y es aclamado por todo el pueblo que le saluda con ramos de olivos y poniendo en el suelo los mantos para que pasara, alababa a Dios diciendo: «¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!; ¡paz en el Cielo y gloria en las alturas!» (Lc 19, 36-38).
La multitud le proclama Rey. Le sigue con vibración por las calles de Jerusalén. Le aplaude entusiásticamente, dispuesta a someterse a este «Rey de santidad y de gracia, Rey de justicia, de amor y de paz» (Prefacio de la Santa Misa del día de Cristo Rey). .
Y, sin embargo, algunos días después, esta misma multitud que con tanta apoteosis le había recibido en la ciudad de Jerusalén, en esta misma ciudad, gritará cargada de odio, de furor y de rabia, protestando contra Cristo: «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc 19, 14). Nos cuenta el Evangelista que, llevado Jesús a Pilato, lo primero de que le acusan es de haber afirmado que era Rey.
¿Cómo es posible que, en el espacio de tan pocos días, toda aquella gente que libremente había seguido a Cristo, en una auténtica manifestación de alabanza, de adhesión incondicionada, de reconoci¬miento rendido de su reinado, se pusiera tan brutalmente en contra de Cristo? ¿Cómo es posible todo ese odio, ese rencor que se respira en todo el proceso de Jesús, en las sucesivas acusaciones? Primero le acusan de haberse proclamado Rey, cuando en la realidad, había sido el pueblo mismo quien le cercaba y le seguía, gritando por las calles de la ciudad; después le acusan de haber dicho que era el Hijo de Dios, que es la verdad más pura sobre Jesús. Las protestas brutales, cargadas de deseos de venganza re caen sobre Cristo: «No tenemos otro Rey sino César» (Ioh 29,15).
Ante los intentos flojos e indecisos de Pilato para liberar a Cristo, el pueblo feroz e indomable pronuncia la condena, implacable: «Quita de en medio a ése y suéltanos a Barrabás» (Lc 23, 18). Y, como en una encrespada y violenta tempestad, el clamor crecía: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Lc 23, 21).
¿Por qué? ¿Por qué esta rebelión contra Cristo, por qué este empeño en condenado, por qué esta violenta persecución con la calumnia, con los ultrajes, con los golpes, hasta la muerte, y muerte cruel, la muerte de un condenado?
Este clamor se sigue oyendo todavía hoy; es una gritería de odio cruel e implacable contra Cristo. «En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 179).
Por eso no soportan el reinado de Cristo y se le oponen, con violencia feroz, de muchos modos: Le expulsan de sus proyectos de gobierno, de sus realizaciones culturales o artísticas, no lo quieren en la ciencia, ni en la cultura. Se hace el eco, en distintos idiomas, a la gritería en el pretorio de Pilato: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Y nosotros mismos, ¿no es verdad que nos oponemos, nos rebelamos tantas veces, o por lo menos nos resistimos al reinado de Cristo?
«Es duro leer, en los Santos Evangelios, la pregunta de Pilato: "¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, que se llama Cristo?" -Es más penoso oír la respuesta: "¡A Barrabás!".
Y más terrible todavía darme cuenta de que ¡muchas veces!, al apartarme del camino, he dicho también "¡a Barrabás!", y he añadido "¿a Cristo?.. Crucifige eum! -¡Crucifícalo!"» (Camino, n. 296).
María Luisa Couto-Soares