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Herodes
El rey extendió la mano hacia la copa de vino. Se la llevó a los labios, pero repentinamente algún pensamiento le mandó alejar de la boca la mano con la copa. Un destello apareció en sus ojos negros, la mirada barrió las caras de los siervos de pie contra la pared. Llamó a uno con un gesto. Mirándole a la cara con detenimiento, vertió un poco de vino de su copa en un recipiente que estaba en la mesa. Lanzó imperiosamente la orden:
—¡Bebe!
No dejó de observarle ni por un instante. El sirviente temblaba de pies a cabeza. Pero incitado por el grito humedeció los labios en el vino. El rey le mandó beber hasta el fondo. Se quedó mirando largo tiempo al hombre. Luego, de un manotazo, le mandó retirarse. Sólo entonces acercó la copa a sus labios. Bebía prolongadamente, despacio, con pequeños sorbos. Bebió hasta el fondo. Dejó la copa. Apoyó la cabeza sobre la mano. Exclamó con un gemido:
—¡Te lo digo, nadie me quiere!
La mujer sentada a su lado lo negó.
—Te equivocas, Herodes. Mucha gente...
La interrumpió con un gesto impaciente de la mano.
—¡Nadie, nadie! —aseguró—. ¡Nadie! Por eso tuve que dar la orden de matarlos. A mis propios hijos...
—Eran malvados —dijo la mujer con tono de justificación—. Tuviste que hacerlo. Conspiraban, eran soberbios. Ellos y sus mujeres. La mujer de Alejandro quería ser la primera dama en palacio. Cuánto tuvo que soportar mi Berenice por parte de Aristóbulo. Siempre la ofendía diciéndole que procedía de una familia abyecta. Andaba pregonando que tú, Herodes, le obligaste a casarse con mi hija, mientras su hermano tiene por esposa a una princesa...
—¡Canallas! —lanzó entre dientes. Se pasó la palma de la mano por la garganta como si allí sintiera una presión sofocadora.
—Ya ves que...
—¡Pero eran hijos de Mariamme! —lanzó del fondo de la garganta como si arrojara un esputo viscoso.
—Ella... —empezó la mujer.
—¡Calla! —gritó. La voz se le quebró. Se inclinó hacia Salomé. Con rapidez, acompasando las palabras, le dijo:— Tú fuiste quien me contó que me traicionaba. Tú con tu marido. ¡Has sido tú! ¡Por culpa tuya la he condenado a muerte! ¡Por culpa tuya! ¡Has sido tú! ¡Tú! ¡Tú! Dio un puñetazo en la mesa haciendo tintinear los brazaletes que llevaba en la muñeca. La cara de Herodes mudó de expresión. Antes era triste, trágica casi, ahora se volvió feroz distorsionada por la ira. Las ventanas de la nariz le bailaban de furia. Una vena prominente le cruzó la frente. Los estragos de la edad y la enfermedad que le corroía se reflejaron en la cara del rey, pese a su barba y a su pelo teñido de negro. Sus mejillas estaban hundidas. De la boca se desprendía un olor desagradable. Su cuello recordaba el de un pájaro desplumado. La nuez le bailaba alocadamente. Pero ni la edad ni la enfermedad habían conseguido disminuir la vitalidad desbordante del cuerpo de Herodes. Un obstinado apego a la vida luchaba en él contra la debilidad.
La mujer retrocedió asustada por la explosión.
—Siempre te he defendido a ti y tus derechos —dijo, dándole a su voz un tono de resentimiento—. Sólo quería tu bien, Herodes. Somos una familia unida, Ferorás...
—¡A Ferorás no le creo! —interrumpió él.
—Es tu hermano, Herodes. Siempre le has querido.
—¡El no me quiere!
—No es él, es su Roxana. Ella le incita a la rebelión.
—¡Ella o no ella, no le creo! Roxana... —rechinó los dientes. Extendió ante sí la mano con un dedo amenazador—. ¡A ti tampoco te creo! ¡Para conquistar un nuevo amante estás dispuesta a envenenarme!
—Tengo un marido que me has escogido tú mismo...
—Tienes también otros hombres. ¡Me han dicho que te diviertes con Antípatro!
— ¡Eso es mentira! ¡Es hijo de mi hermana!
—¡Y qué tiene que ver! —la ira de Herodes se mudó inesperadamente en risa. Se reía enseñando sus cortos dientes ennegrecidos—. ¿A ti te importa? Sigues siendo joven. Nuestra familia mantiene mucho tiempo su juventud. Ferorás escogió a Roxana...
—Hizo mal —se aferró rápidamente al tema. Se sintió aliviada de que Herodes dejara de hablar de ella y se intere¬sara por los asuntos de su hermano menor—. Se ha vuelto completamente loco por ella. ¡Elevar a una esclava a la dignidad de esposa real! Rechazó a tu hija. Roxana le solivianta contra ti. Junto con su hermana y su madre insultan a mi hija. Difunden mentiras en contra de mí. Pero Ferorás es inocente. Ellas le están liando. La madre de Roxana es una bruja. Sabe de fórmulas secretas, de encantamientos. Sabe preparar venenos...
—No ha querido repudiarla —la terquedad se reflejaba en la cara de Herodes. Fijó la mirada en la superficie vario¬pinta de la mesita incrustada—. Se lo exigí, se lo pedí por favor. ¡No me quiere!
Metió los dedos entre su pelo y la atrajo hacia sí. Ella se inclinó sobre él.
—A pesar de todo, él te es fiel. Son ellas las que...
—No me quiere —repitió—. Nadie me quiere... —volvió a esta afirmación como un mendigo a su lamento quejumbroso—. Tuve que dar la orden de matarles. Escribí al César que estoy llorando, pero que he tenido que obrar así. El me entiende, a pesar de todo. A Boarges le di orden de torturar a las personas de su entorno. Todos confesaron que existía una conspiración. Querían asesinarme. Incluso Firón el hegemón, pese a sus muchos años a mi servicio, era de la conjura. Todos conspiraban. Los he entregado al populacho y la chusma los ajustició a bastonazos.
—Porque el pueblo te quiere —díjole ella.
Levantó la cabeza que tenía bajada, fijó su mirada feroz en Salomé.
—¿Qué dices tú? ¡Eso no es cierto! —chillaba—. ¡No me quieren! Nadie me quiere. Y yo que tanto he hecho por ellos...
—Eso lo saben...
—¿Lo saben? —rechinó los dientes con furibunda ironía—. ¡Claro que lo saben! No son ciegos. ¡Tienen un reino como no lo han tenido ni siquiera en tiempos de su David mítico! He poblado con Judíos la Traconítide. ¡Estoy construyéndoles un templo que admiran griegos y romanos! ¿Quién hizo tanto por ellos? ¡Lo saben sin lugar a dudas! ¡Y a pesar de todo me odian!
—Solo unos cuantos... —trataba ella de tranquilizarle.
—¡Y hacen caso precisamente de unos cuantos!
—Los siguen hoy y mañana los abandonan. Los Judíos son así. Hoy adoran a uno, y mañana lo despedazan. ¿Te acuerdas cómo castigaste a los fariseos? ¿Quién los defendió?
La hizo callar con un nuevo puñetazo en la mesa.
— ¡Basta! ¡Ya está bien de cotorreo! Yo te digo: Mis hermanos no me quieren aunque los haya hecho reyes. Los judíos no me quieren, aunque me haya hecho judío para ellos.
No me llevo ni siquiera un pedazo de carne de cerdo a la boca. Me acomodo a sus alocadas costumbres. No permití que los acuñadores pusieran mi efigie en las monedas. Les construyo un templo. Mi esposa era princesa suya. Yo soy realmente rey de los Judíos. Un rey verdadero, como nunca han tenido uno.
—Tú lo eres. Ahora tienes por esposa a la hija del gran sacerdote.
—No lo respetan porque yo le nombré gran sacerdote. ¡Oh, quisiera obligarles a quererme! Me acusan continuamente de algo. De la muerte de Mariamme, de la muerte de sus hijos... Me acusan, aunque no querían a los Asmoneos. Los combatían, conspiraban contra ellos. Rogaron a los Romanos que vinieran para que les defendieran de sus propios reyes. ¡Yo fui quien los unió y les construyó un reino judío! ¡Todo me lo deben a mí! ¿Por qué no me quieren amar?
—¡Es un pueblo vil e ingrato!
—Son viles. Y sin embargo, quiero que me amen. Perdoné a los fariseos sus antiguas rebeliones, les di pruebas de magnanimidad. Y son ellos los que incitan ahora a la gente a no prestar juramento de fidelidad al César. ¡Estúpidos! ¡Ellos mismos llamaron antes a los Romanos! Debería empezar a crucificarles de nuevo. Y yo les mandé únicamente pagar una multa...
—Más valiera que no fueras tan indulgente con ellos. Tengo informes de que están en tratos con Roxana...
No dijo nada, sólo alargó la mano para coger el cuchillo de la mesa, luego empezó a golpear con furia la tabla incrustada. Una profunda arruga apareció en su entrecejo. Con la mirada perdida en la lejanía, parecía estar profundamente pensativo. De repente lanzó una pregunta:
—¿A quién dejaré el trono, si ya no viven?
—Tienes otros hijos: Antípatro, Arquelao, Antipas, Filipo.
Alzó los ojos iracundo.
—Tú, naturalmente, quisieras que nombrara a Antípatro.
En los ojos de Herodes apareció una sospecha. Ella contestó con aparente dignidad:
Yo quiero lo que quieras tú, Herodes.
Los Judíos no reconocerán a ninguno.
Cuando se lo mandes, tendrán que admitirlos. Eres el Rey.
—Ya verás lo que va a pasar. Se rebelarán, conspirarán. Mandarán los suyos a Roma, corromperán a los íntimos del César... Volverán a pedir que los Romanos gobiernen solos en el reino. ¡Los conozco!
—Razón de más para no ser tan benigno —bajó la voz—. f Sabes que Roxana entrega dinero a los fariseos para que tengan con qué pagar la multa que les has impuesto?
—¿Lo sabes con certeza?
—Mis espías sólo me traen informes seguros. Ella les dio dinero y ellos le prometieron rezar para que Ferorás sea nombrado rey a tu muerte...
Herodes no dijo nada. Solo rechinó los dientes con el ruido de una sierra al rozar un clavo incrustado en la madera. La cara sombría del rey se puso color ceniza. Estuvo sentado un rato sin decir palabra. Al final lanzó:
—¡No he muerto todavía! Ferorás recibió la Perea, y con esto le basta. Fui yo quien convenció a los Romanos para que se la dieran. No tiene hijos, por lo tanto, después de su muerte el país tiene que volver a mí. Dado que Roxana trama algo, mandaré que Ferorás abandone Judea. Que vuelva a su casa. Tienes razón, es ella quien le azuza contra mí...
De repente, con su capacidad propia para saltar de un tema a otro, preguntó:
—¿Dónde están los hijos de Alejandro y de Aristóbulo?
—Aquí en palacio... Me imaginaba que en cualquier momento podrías querer decidir de su suerte...
Cambió inmediatamente de tono, pasando de la ira al afecto:
—Salomé, eres inteligente y fiel. La única. Escucha... —levantó el dedo y dijo mirándola con sonrisa sardónica:— dejaré los niños bajo la custodia de Ferorás. El tendrá que cuidar de su vida...
Guiñó confidencialmente y ambos rompieron a reír.
—Es una idea magnífica —reconoció ella—. ¡Te admiro!
Rieron durante un momento. Mas la risa se apagó de repente. Se hizo el silencio, Herodes volvió a golpear la tapa de la mesa con el cuchillo que tenía en la mano.
—Quiero que los Judíos me amen... —volvió otra vez a sus lamentaciones—. Deben quererme. Nadie hizo tanto por ellos como yo. ¡Si no fuera por mí, los Romanos se habrían apoderado de su reino!
—¿Tú crees —preguntó ella— que los Romanos necesitan del reino de Judea?
—Los Romanos son ávidos de poder —se rio secamente—. Fuera de esto no se sabe cuándo puede empezar otra vez la guerra con los Partos. Sin embargo, son muy listos. Confían en mí. Y yo soy amigo del César. He manda¬do que todos presten juramento al César...
—Y es precisamente por lo que protestan los fariseos...
—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! Primero imploraron a Roma: venid a salvarnos; y luego se rebelan contra estos mismos Romanos. ¡Qué estupidez la de estos fariseos! No saben que los Romanos han inventado algo que les dolerá mucho más...
—¿De qué hablas?
—Me dijo Saturnino que el César desea que se haga un censo en el reino, como el que se realiza en el Imperio. Roma desea conocer el número de sus habitantes y el de sus aliados. Pero yo conozco a los Judíos. No les gusta que los cuenten. Consideran que el censo no le gusta a su Yahvé, que atraería sobre ellos la ira de Dios. Le expliqué a Saturnino que no iba a realizar el censo. Todos tendrán que prestar juramento de fidelidad al César en su pueblo natal. Antes de prestar juramento tendrán que inscribirse en el libro de familia. ¡Yo mandaré recoger los libros más tarde! Los Romanos tendrán lo que quieren.
—Muy inteligente, lo has pensado muy bien.
—Nadie me gana en habilidad —dijo ufano—. ¿Te acuer¬das? Cleoplatra era capaz de enfrentar a todos contra todos. A mí no pudo, sin embargo, enemistarme con Roma. ¡Yo vi su muerte y no ella la mía! Y los bosques de Jericó volvieron otra vez a mí.
Pero esta explosión de autocomplacencia se apagó: el rey bajó la cabeza y golpeando la mesa con el cuchillo repetía:
—Hice tanto por ellos. Y ellos no me quieren. Nadie me quiere. Nadie...
JAN DOBRACZYNSKI