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25 diciembre 2025

EUCARISTÍA. Cercanía sensible de quien es Maestro, Médico, Amigo, Pastor

Cercanía sensible de quien es Maestro, Médico, Amigo, Pastor
El centro de la historia salvífica se encuentra en Cristo: sólo a través de Él, tiene el hombre acceso al Padre (cfr. Jn 14, 6; Mt 11, 27); y este plan no cambia después de la Ascensión de Jesús al Cielo. En el tiempo de la Iglesia, la dimensión sensible de la comunicación sobrenatural queda garantizada por los sacramentos, que se nos entregan -al decir los Santos Padres- como «huellas» del Verbo encarnado.
Lo que ha sucedido en la historia de la salvación ante unos pocos testigos, se repropone en el orden sacramental para beneficio de todos, sin exclusiones por razón del espacio o del tiempo; pero se dan algunas diferencias en la presentación de las realidades salvíficas.
El Verbo envuelto en el velo de la carne reveló el Padre a los hombres y los llevó a Él; ese mismo Verbo encarnado, envuelto en los velos eucarísticos, se ofrece hoy a los fieles y, atrayéndolos a Sí, los conduce al Padre con la fuerza del Espíritu. En ambos casos, el velo es sensible y permite a la criatura, que conoce y ama a través de lo sensible, el acceso a lo invisible e inmortal, a lo que nunca vio ni puede ver sobre esta tierra (cfr. Jil 1, 18; 1 Tm 6, 16).
Antes, durante la vida terrena de Jesús, el Verbo se ocultaba tras un solo velo; ahora, con dos. Lo expresa el Doctor de Aquino en el Adoro te devote: en la Cruz estaba oculta la divinidad, en este sacramento tampoco se contempla la humanidad. Pero en los dos casos, permanece la misma posibilidad de acceder a lo invisible a través de lo visible: Dimas llegaba al Hijo de Dios a través de su carne crucificada; nosotros, a través de su carne «eucaristizada», presente bajo los accidentes de pan y de vino que lo encubren a nuestra vista sensible, pero no a nuestra fe. Tanto Dimas como nosotros llegamos al Verbo por medio de la fe, pues el Verbo se hace presente a través de velos sensibles y pide siempre -a quien le miró físicamente en la tierra de Palestina y a quien lo contempla hoy en el sacramento- la misma disposición confiada.
Resulta iluminante el comentario de San Gregorio Magno, cuando habla sobre el pasaje evangélico de la confesión del apóstol Tomás, que en un primer momento se había negado a admitir la resurrección de Cristo, si no tocaba con sus manos las llagas del Señor. «Resulta claro -afirma este Padre de la Iglesia que la fe es la prueba decisiva de las cosas que no se ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del conocimiento. Pero, ¿por qué, cuando Tomas vio y palpó, el Señor le dice: "porque me has visto has creído"? Porque él vio una cosa y creyó otra. El hombre mortal no puede ver la divinidad; por tanto, Tomas vio al hombre y confeso a Dios, diciendo: "¡Señor mío y Dios mío!": viendo al que conocía como verdadero hombre, creyó y aclamó a Dios, aunque como tal no podía verle» (San Gregorio Magno, Homilía 26 sobre los Evangelios).
Hoy, como hace veinte siglos, Jesús acude a curar nuestras parálisis, cegueras, sorderas, debilidades..., todo lo que nos impide seguirle y hablar con Él o de Él. Viene en la Eucaristía y nos trata también del mismo modo que entonces: como Maestro, como Médico, como Amigo, como Rey. Lo ilustraba san Josemaría durante una homilía de Jueves Santo, sugiriendo algunas consideraciones para encauzar el agradecimiento a Jesús después de la Comunión.
«Es Rey -afirmaba- y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios (...).
»Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados (...). Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.
»Es Maestro de una ciencia que sólo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no nos pertenece: Él entregó su vida por todos los hombres y, si le seguimos, hemos de comprender que tampoco nosotros podemos apropiarnos de la nuestra de manera egoísta, sin compartir los dolores de los demás. Nuestra vida es de Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las exigencias cristianas (...).
»Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Jn 15, 15) dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero (...). Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: "Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda" (cfr Jn 11, 43; L c 5, 24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida» (Es Cristo que pasa, n. 93).
El Pan de los hijos
La Iglesia, en la liturgia de la solemnidad del Corpus Christi, llama a la Eucaristía «pan de los hijos» (Misal Romano, Solemnidad del Corpus Christi, Secuencia Lauda Sion), aplicando el comentario del libro de la Sabiduría sobre el maná. «Alimentaste a tu pueblo con manjar de ángeles; le enviaste desde el cielo un pan ya preparado que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos. El sustento que les dabas revelaba tu dulzura con tus hijos, pues adaptándose al deseo del que lo tomaba, se transformaba en lo que cada uno quería (...). De este modo enseñabas a tus hijos queridos que no son las diversas especies de frutos los que alimentan al hombre, sino que es tu Palabra la que mantiene a los que creen en ti» (Sb 16, 20-21.26).
Se llama pan de los hijos, porque es Pan que nos entrega el Padre nuestro que está en los cielos y Pan que los hijos le piden (cfr. Jn 6, 37). Explica san Pedro Crisólogo: «Quien se dio a nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos hizo herederos; quien nos transmitió su nombre, su dignidad y su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano (...). Como Padre celestial quiere que sus hijos busquen el pan del cielo. "Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo" (Jn 6, 41). Él es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne, confeccionado en la pasión y puesto en los altares para suministrar cada día a los fieles el alimento celestial» (Sermón 67).
Pan de los hijos, porque el mismo Hijo de Dios se nos ofrece como alimento para que los hombres permanezcan y crezcan en su vida nueva de hijos de Dios. Un Pan que alimenta durante la existencia terrena y deleita en la lucha por la subsistencia, que defiende y cura de los ataques y percances que la amenazan o estorban, que ilumina y enseña el camino para amar hasta el fin.
La Eucaristía se denomina «pan de los hijos» con toda justicia, porque desarrolla y robustece la participación del hombre en la Filiación eterna que es el Verbo. La Eucaristía se nos presenta como el sacramento que aumenta, perfecciona y lleva a plenitud esa participación del cristiano en la Filiación divina que Cristo posee personalmente en plenitud. «La Eucaristía se manifiesta como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo» (Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia).
Comenta el Doctor Angélico, que así como el Señor otorgó la gracia al mundo cuando vino visiblemente, de modo semejante obra la gracia en las criaturas cuando viene de modo sacramental. Y explica: la Eucaristía hace presente sacramentalmente la Pasión de Cristo; por tanto, lo que la Pasión llevó a cabo en el mundo, lo realiza ahora este sacramento en la Iglesia y en el hombre (Suma teológica, III, q. 79, a. 1). Se podría añadir: si la Humanidad Santísima, asumida por el Hijo al encarnarse, sirve de instrumento para que los hijos de los hombres lleguen a ser hijos de Dios, también la Humanidad Santísima, presente bajo las especies eucarísticas, conduce al mismo propósito divino. La continuidad de la presencia del Verbo encarnado en la Eucaristía bajo signos sensibles se traduce también en la permanencia del mismo fin que le movió a encarnarse: conseguir que sea hijo de Dios, a pleno título, quien es sólo un hijo de hombre, una pobre criatura mortal.
JAVER ECHEVARRÍA