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En casa de Zacarías (2 de 2)
Haciendo un esfuerzo como si tratara de levantar un gran peso, empezó a decir:
—No me compete a mí hablar de esto, Zacarías... —abrió las manos perplejo—. No conozco la vida. Yo también he oído decir a un rabino que al crear a Eva con una costilla de Adán, el Altísimo demostró la poca consideración en que tiene a la mujer, porque la costilla es una parte poco noble del cuerpo humano. Se dice: la mujer ha sido creada para el hombre, para hacerle la vida más fácil y más agradable... Pero nosotros sabemos cuánto querían nuestros patriarcas a sus esposas. Qué heroicas eran Déborah y Judít. La mujer no puede ser sólo para el hombre. En el amor hacia la esposa tiene que esconderse algo santo... No lo entiendo muy bien, y no sé expresarlo, pero estoy convencido de que mediante este amor el Altísimo quería demostrar algo grande y misterioso.
De nuevo abrió las manos y miró al sacerdote como disculpándose.
—Perdona —murmuró—, no sé expresar mejor mis pensamientos...
Zacarías callaba, pero su mirada estaba fija en el rostro de José.
—Eres joven —empezó— y sin embargo has dicho cosas poco comunes. Habla, habla. ¿Crees que el Altísimo tiene previsto un papel importante para la mujer?
—¡Lo creo! —exclamó José calurosamente—. Estoy convencido de que El la elevará y la colocará cerca de Él. Yo no podría amar a una mujer, sólo porque fuera para mí...
—¿Es así como amas a tu mujer?
Bajó la mirada, repentinamente avergonzado por no poder conformar su vida a sus palabras.
—No tengo mujer todavía.
—¿No? Pues estás en la edad en que el hombre ya tiene que haber escogido a su compañera.
—Estoy esperando... —murmuró.
El sacerdote asintió con la cabeza.
—¿Eso significa que aún no has encontrado a la persona a quien podrías ofrecer tu afecto? Comprendo. Esperas mucho y quieres ofrecer mucho... Sigue esperando. No tengas prisa en escoger. Encontrarás a la muchacha digna de tu amor y de tus esperanzas. ¡Con tal que no tengas que pagar por tu elección un precio tan alto como el mío! —añadió.
José no contestó nada. Le era difícil encontrar una con¬testación al dolor ajeno, que seguía aflorando en el otro como el brote de una raíz oculta profundamente en la tierra. No podía estar de acuerdo con el pesimismo del anciano sacerdote. Y al propio tiempo, ¿qué podía decir de la desgracia que le había tocado a Zacarías?
La loma del monte tras el que se hallaba Belén iba vistiéndose de un rojo más intenso. El viento se hizo más fuerte y sacudía con violencia las hojas y las ramas. Abajo, ocultos bajo la sombrilla de los árboles, regresaban al hogar los rebaños, de vuelta de los prados. Se oían rumores de cencerros, balidos y voces humanas.
—¿Quieres regresar mañana? —preguntó el sacerdote.
—Sí, Zacarías...
—¿Y qué harás?
—Seguiré tu consejo, me marcharé. Pero no iré con los demás a Antioquía.
—Creo que en Antioquía no encontrarías a la mujer a quien quieres dar tu amor. La vida es demasiado ruidosa allí.
—Gracias, Zacarías, por todos tus consejos. Volveré a pensar a dónde he de ir.
—Que el Altísimo te guíe en el camino.
Juntos recitaron el arbil, la oración del nuevo día que ya se acercaba, porque tal como el mundo surgió de las tinieblas, el nuevo día nace del atardecer. Luego se separaron. Una criada había preparado el lecho de José en la terraza. Antes de acostarse, bajó otra vez para cerciorarse de si no le faltaba algo al borriquillo con el que había venido. Pero encontró al animal bien atendido: el asno se mecía medio dormido encima de una brazada de heno repleto de matas de cardo recién cortadas.
Reemprendió el camino hacia casa, cuando de repente alguien le llamó en la oscuridad:
—José, hijo de Jacob, párate un momento.
Se detuvo. No distinguía la figura de la mujer, pero inmediatamente supo quién le había llamado.
—Te escucho, Isabel.
—Perdóname que yo, siendo mujer, me dirija a ti. Pero soy vieja. Y he oído tu conversación con mi marido. Quería agradecértelo...
—¿Qué me quieres agradecer?
—Que has dispersado los negros pensamientos que habían penetrado en su alma.
—Pero si no he dispersado nada...
—Claro que sí. Se ha ido a descansar tranquilizado. Y quiero agradecerte también lo que has dicho respecto de la mujer y del amor...
—Yo así pienso y así lo siento.
—¿De dónde te han venido semejantes pensamientos? Incluso los profetas hablan mucho en contra de la mujer...
—Y sin embargo, da la impresión de que ellos también presentían algo... Tú, Isabel, se dice que conoces la Escritura.
—La conozco. Pero las palabras de los profetas están llenas de misterio.
—Es cierto. Pero cada uno tuvo madre. Yo apenas recuerdo a la mía. Sin embargo, pienso en ella con respeto y amor. No podría pensar mal... Aquel de quien hablan los profetas tendrá que tener una madre digna de él...
—¿Hablas del mesías?
—Sí.
—Se habla mucho de él en estos días. Conozco a una anciana en la ciudad plenamente convencida de que ha de verle antes de morir. ¿Crees realmente que aparecerá en nuestra época? Tantas generaciones han estado esperando... y murieron sin haber conseguido vivir para ver.
Se mantuvo a distancia y seguía hablándole separada de él algunos pasos. No podía ni distinguir su figura en la oscuridad.
—No sé, Isabel —dijo—. Es tu esposo quien debiera saber si realmente el tiempo de la llegada del mesías se ha cumplido. Si los presentimientos de aquella mujer fueran reales, tendría que vivir ya la que va a ser su madre...
—Bendito el vientre de aquella cuyo hijo libre a la mujer del desprecio —exclamó—. ¡Porque Él lo hará!
—Estoy convencido.
—Que la bendición descienda sobre tu cabeza, José, por estas palabras. Escucha... —se acercó de improviso. Vio en la oscuridad su figura envuelta en un manto blanco—. Escucha. He oído cuando decías que no tenías esposa y esperas a la mujer a quien puedas ofrecer tu amor. Quiero decirte: conozco a una muchacha que merece un amor como el tuyo...
—¿De quién estás hablando?
—De mi sobrina. Sus padres murieron dejando a dos hijas. Mi marido consintió que se educaran en nuestra casa. Durante años vivieron aquí. La mayor está casada, tiene hijos. La menor ha dejado ya de ser una adolescente.
—¿Y está aquí en vuestra casa?
—No. Está viviendo en casa de su hermana. La ayuda cuidando de los niños y de la casa. Viven en Galilea, en Nazaret... Puesto que, como decías, quieres ir a algún sitio, vete a Nazaret. Es una ciudad en la que un buen artesano como tú, encontrarás fácilmente trabajo. Búscala, conócela. ¡Oh, qué alegría me darías, si fueras tú quien la tomara por esposa!
—¿Has dicho que es digna de amor?
—Si existe una muchacha para quien merece la pena sacrificarlo todo, ella es realmente esta persona.
—Has dicho mucho. Quisiera tener una esposa a quien poder amar como tu marido te ama a ti. Puesto que la has educado, tienes que conocerla muy bien...
La figura blanca en la oscuridad se adelantó unos pasos.
—No sé si puedo afirmar que la conozco —dijo rápidamente—. Es mi sobrina y, sin embargo, no llegaré a comprender nunca cómo semejante niña pudo haber aparecido entre nosotros... Tienes que verla tú mismo. Nunca he oído a un hombre hablar del amor como lo has hecho tú. Puesto que sabes amar, es posible que llegues a entenderla... ¡Vete, véla tú mismo! No repares en nada, José.
La luna apareció en el cielo difundiendo su luz a través de las ramas sacudidas por el viento. La figura de la señora que estaba en la sombra tenía el aspecto de una aparición.
—Sí, Isabel —dijo—. Iré a Nazaret...
JAN DOBRACZYNSKI