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TODA HERMOSA
Volvamos ahora a Nazaret, al «mismo aposento y estancia donde —al decir de Cervantes— se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron, y no entendieron, todos los cielos y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas» Dice bien el gran literato de Castilla, porque los ángeles vieron que se realizaba un misterio grandísimo, pero de su hondura más honda ni siquiera ellos lograron formar con su entendimiento cabal concepto.
Pero ya estamos con el pensamiento allí, en la Santa Casa. Son momentos líricos, aurora de una nueva época. No es extraño que pintores y poetas hayan obtenido de ellos lo mejor de su inspiración.
Dios te salve, Anunciación morena de maravilla, tendrás un niño más bello que los tallos de la brisa
El Arcángel ya ha dicho su embajada, y ha pronunciado el nombre de la Virgen, que no ha sido —como era de esperar— María, sino otro casi tan misterioso como el misterio que había de anunciar enseguida; el nombre ha sido: Llena de gracia. ¿Cómo penetrar en su tan sabrosa sustancia?
La palabra original griega —kekaritomene— significa de inmediato algo sumamente amable, lleno de belleza y encanto rebosante; significa una hermosura patente que se difunde y envuelve en amor, enamora. Un famoso catedrático de griego —que no gozaba de la fe católica— decía que no se puede llamar así más que al símbolo de la femineidad.
Así ven los Angeles a María; así le llaman de parte de Dios. Su nombre «de pila» es María —qué dulcedumbre—, pero Gabriel le pone un sobrenombre. Es algo así como lo que hizo el Señor con Simón: le llamó Pedro, porque de este modo se expresaba mucho mejor lo que Simón había de ser: la roca firme sobre la que se alzaría la Iglesia entera. Los sobrenombres tienen mucha importancia en la Sagrada Escritura. Pues bien, el sobrenombre de María es Llena de gracia: llena de encanto, sobreabundante de belleza. Alguien, de cuyo nombre no consigo acordarme, la vio así:
Una Virgen de quince años, morenica, de tal gala, que tan chapada zagala no se halla en mil rebaños.
Y asegura un caballero mariano que Nuestra Señora:
Es de una belleza tan grande que nadie puede rebajarla: nada le falta, resplandece noche y día. Ni los meses cálidos o fríos, ni la estación templada en la que aparecen las flores, me sirven para cantar el amor perfecto hacia mi Dama, cuyo enamorado rendido soy.
Y San Juan Damasceno se recrea contemplando la gracia humana de la Virgen: «Salve, María, dulce niña de Ana; el amor de nuevo me conduce hasta Vos. ¿Cómo describir vuestro andar lleno de serenidad? ¿Y vuestro vestir? ¿Y el encanto de vuestro rostro? ¿Y esta sabiduría que da la edad unida a la juventud del cuerpo? Vuestro vestido lleno de modestia, sin lujo y sin ostentación. Vuestro andar tranquilo y sin precipitación. Vuestra conducta moderada, alegre y discreta, como se ve al contemplar ese temor que Vos experimentasteis ante la visita insólita del ángel; Vos fuisteis sumisa y dócil a vuestros padres; vuestra alma era humilde en medio de las más sublimes contemplaciones. Vuestra palabra agradable mostraba la dulzura del alma. ¿Qué morada hubiese sido más digna de Dios? Es justo que todas las naciones os proclamen bienaventurada, insigne honor del género humano».
A la pregunta «¿Quién es Esta?», ya tenemos, en una primera aproximación, una encantadora respuesta: Ella es literalmente la más hermosa de las criaturas. Y lo primero que nos sale del alma, al mirarla, es decirle: ¡Guapa! ¡Gua-pííísssima!
Mons. Escrivá de Balaguer hablaba de los piropos —piropos encendidos a Santa María— que hemos de aprender a dedicarle a nuestra Madre. Decía en México a un grupo numeroso que le escuchaba: «Vosotras, mujeres, que sois tantas aquí, ¿os gusta que os echen piropos, que os digan cosas de cariño? ¿Sí o no?» «Sí, Padre», contestaron al unísono. «Pues a la Madre de Dios —continuó— le gusta lo mismo. ¡Es mujer! Es una mujer maravillosa, la criatura más espléndida que ha podido el Señor crear, llena de perfecciones. Que le gusten los piropos no es una imperfección. De modo que ya sabes: tú y yo la piropearemos, ¡rezaremos el Rosario! ¡No ha pasado de moda! ¡No es verdad! ¿Desde cuándo ha pasado de moda decir una cosa agradable y verdadera a una mujer, una cosa limpia? Estáis todos de acuerdo conmigo».
Yo diría que tenemos el Cielo asegurado si tenemos, si conseguimos, la costumbre de mirar y mirar a la Virgen. No son bobadas esto. Es una experiencia de siglos: el amor a la Virgen es camino seguro de salvación. Por eso ahora se pierden tantos y tantos: no miran a la Señora, la olvidan, e incluso la ofenden. Y así los ojos de los hombres van cubriéndose de légañas que les impiden mirar limpiamente la realidad, el mundo, los hombres... y las mujeres, y, por tanto, a Dios. «Si tu ojo es puro, si está limpio —dice el Señor—, todo tu cuerpo está lleno de luz», todo tú serás limpio, puro.
¿Y dónde mejor purificar nuestra mirada que en los ojos de la Llena de gracia? Allí encontrarás toda la belleza, toda la pureza, todo el cariño, toda la fortaleza que necesitas. Y te contagiarás de tanta santidad, de tanto amor de Dios como hay en los ojos de María. Y verás en Ella la imagen perfecta de su Hijo Jesucristo, que nos habla también a través de sus obras. La obra maestra de Dios es, sin duda, la Llena de gracia.
ANTONIO OROZCO