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2 diciembre 2025

COMENTARIO AL SALMO II

INTRODUCCIÓN
En los primeros siglos de la historia del cristianismo, la gran mayoría de las personas que eran cristianas, lo eran porque se convertían, siendo adultas, se hacían cristianas. Fiunt nos nascuntur christiani (los cristianos no nacen, sino que se hacen), según una expresión de Tertuliano.
Con la difusión del cristianismo por todas las ciudades del Imperio Romano, primero, y después también en las sociedades rurales, pasó a ser frecuente y habitual el hecho de nacer cristiano, esto es, nacer de padres cristianos, recibir desde la cuna, con el sacramento del Bautismo, la fe cristiana y una formación que empapaba toda su vida, su modo de pensar y de actuar. Toda la sociedad había sido cristianizada, había sido profundamente transformada por los primeros cristianos que se hicieron, de hecho «el alma del mundo».
En el siglo IV, se puede decir que Cristo reinaba en el mundo civilizado, no sólo en pequeñas minorías, sino en todas las esferas de la sociedad, en la vida civil y en la cultura, en el pensamiento y en el arte.
Desde entonces hubo épocas de apogeo y épocas de crisis, hubo grandes desaciertos. Pero quizá hoy día, en nuestro siglo XX, salga espontánea una comparación de la situación de los cristianos en el mundo, con la situación de esos primeros cristianos: la civilización occidental cambió profundamente y hoy, como en los primeros tiempos del cristianismo, ya no se nace cristiano. No se nace cristiano, hay que hacerse cristiano. Hace falta una nueva conversión radical, profunda, y esa conversión empieza en cada uno de nosotros. Hay que decidirse por Cristo, y esa decisión lleva consigo el rechazo de muchas formas de vivir, de actuar, de comportarse, que se han hecho habituales en la sociedad contemporánea, pero que no van con un sentido cristiano de la vida y del hombre.
Los verdaderos cristianos de hoy, sin embargo, no son una minoría -como lo eran aquellos primeros- y tenemos toda la fuerza, toda la fe, toda la gracia que tuvieron los cristianos de los siglos primeros, para transformar el mundo, para ponerlo, con todas sus actividades, sus estructuras, a los pies de Cristo. «Queremos que Cristo reine» de nuevo, y para eso hay que emprender una gran tarea de recristianización. Es el mismo Cristo quien nos lo manda, como lo mandó a aquellos doce Apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio». Los Apóstoles se dedicaron a cristianizar el Imperio Romano, la gran potencia civilizadora de su tiempo. Hoy Cristo nos pide, por la voz de su Vicario en la tierra, Juan Pablo II, que evangelicemos, mejor que reevangelicemos el Viejo Continente, Europa. Nos lo ha dicho el Papa, por primera vez, en su discurso europeísta pronunciado en Santiago de Compostela, el 9 de noviembre de 1982:
«Yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una sede que Cristo coloca en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo.
»Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces.
»Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en todos los demás continentes».
Las palabras del Santo Padre son una llamada y un desafío que no pueden dejamos indiferentes: exigen una respuesta, una correspondencia a la llamada del propio Cristo.
Y tres años más tarde, en otro discurso dirigido a un simposio de obispos europeos, el 16 de octubre de 1985, el Santo Padre insiste en su llamamiento a todos los cristianos, llamando la atención para la situación crítica de toda la sociedad europea que exige de todos un empeño serio para, no obstante los problemas, las dificultades, los interrogantes negativos, trabajar por dar nueva vida al alma de Europa:
«La historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; hasta el punto de que las fronteras coinciden con las de la penetración del Evangelio.
»Y precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes, de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria».
Para que Europa abra de verdad de nuevo las puertas a Cristo, hay que abrir las de cada uno, las de cada cristiano: Cristo quiere reinar, pero quiere reinar sobre todo en nuestros corazones. Para abrir las puertas a Cristo, hay que hacer de nuevo el itinerario del arrepentimiento, del perdón, de la reconciliación, del enamoramiento. La recristianización de Europa y del mundo pasa por ese camino íntimo, personal, el de cada cristiano que vuelve a la casa paterna. De ese modo, Cristo volverá a estar presen¬te, a iluminar, a calentar; a encender en el amor a Dios, hasta el último rincón de nuestro mundo de hoy.
Las palabras de este Salmo 2 nos suenan así a esa llamada personal de Cristo; nos llevan a enfrentarnos con Cristo Rey, Cristo que reina en la Cruz, y nos invita, como al Buen Ladrón, a irnos con El a vivir en su Reino. Y nos hacen pensar en todos aquellos que pueden también oír la invitación de Cristo, para hacer que su Reino sea, ya en este mundo, un verdadero «Reino de justicia y de paz».
MARÍA LUISA COUTO-SOARES