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«Ahí tenéis a nuestro Dios»
El cristianismo es cercanía de Dios al hombre; entraña amistad, trato, intimidad del hombre con Dios; expresa la familiaridad de un hijo amadísimo, acogido con indecible alegría, con músicas, fiestas, y un gran banquete (cfr. Lc 15, 22-24). Esta realidad de contenido, sobre todo espiritual, tiene también una dimensión sensible, que encuentra su fulcro en la carne de Cristo. «El Verbo se ha hecho carne», escribe san Juan (Jn 1, 14) resumiendo todo el designio de salvación que el Padre ha fijado por medio de su Palabra. La cercanía de Dios no significa sólo que mueva y gobierne todo; la Alianza no se limita sólo a un pacto jurídico, del que se conservan algunos papeles como testimonios. Lleva consigo cercanía personal que se ha hecho sensible, tangible. El Hijo de Dios ha asumido nuestra naturaleza y desde entonces «la carne es quicio de la salvación», con palabras de Tertuliano (tratado Sobre la carne de Cristo).
El camino hacia la intimidad divina es la humanidad asumida por el Verbo. Ahí se encierra la sustancia del plan salvífico. Dios ha dispuesto que el hombre llegue a lo invisible a través de las cosas visibles: esa percepción describe el proceso intelectual común y, también, el recorrido sobrenatural hasta las cimas del endiosamiento: gracias al misterio de la Encarnación, el hombre conoce a Dios visiblemente y se ve arrebatado al amor de las realidades invisibles. Éste ha sido el proyecto escogido por Dios, que el apóstol san Juan recuerda muchas veces, como queriendo convencerse y convencernos de lo que a nuestra razón podría parecer imposible: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida, pues la Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio...» (1 Jn 1, 1-2).
Sin embargo, no parece estar superada la distancia histórica y cultural que separa a los hombres de hoy de aquellos que vieron a Cristo cuando caminó sobre esta tierra. Se podrá afirmar, con razón, que se trata de diferencias que dejan intacta la sustancial igualdad de la criatura de todas las épocas; pero no quita que la figura de Jesús pueda resultar menos accesible a causa de esa distancia.
A esta dificultad han aludido, de un modo o de otro, muchos cristianos, histórica y culturalmente más cercanos a Cristo que nosotros; de alguna manera, la han sentido todos los que no recibieron el don de mirarle y de oírle hablar. Entonces, las gentes escuchaban sus palabras y contemplaban sus acciones, quedaban maravilladas ante sus milagros y podían acercarse a Él pidiendo que les curara de ésta o aquella otra enfermedad, que expulsara un demonio de una persona, que resolviera el problema de la falta de vino en unas bodas... Resulta lógico sentir el peso de esa distancia temporal, la ausencia de esa presencia inmediatamente salvadora. ¡Bastaba tocarle para encontrarse sanado! (cfr. Mc 6, 56). ¿Deberemos aceptar que la presencia sensible de Jesús sobre la tierra quedó completamente terminada con su Ascensión al Cielo?
En no pocos casos, ese alejamiento histórico ha sido utilizado como excusa del propio distanciamiento moral, cuando se ha querido sostener que la conducta habría sido otra si se hubiese tratado directamente a Jesús, como los Apóstoles y las santas mujeres. Santa Teresa de Jesús confiesa de sí misma que «tenía tanta devoción y tan viva fe, que cuando en algunas fiestas oía a personas que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo en el mundo, se reía entre sí, pareciéndole que teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, que ¿qué más se les daba?» (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. 61, 3). Muchos otros santos, a lo largo de la historia, han indicado también que Jesús en la Eucaristía se nos presenta como respuesta clara a ese problema de distancia. En nuestros días lo ha recordado con fuerza Juan Pablo II en su última Carta encíclica. Admite hipotéticamente en sus enseñanzas que algunos de nosotros podríamos lamentarnos de no haber asistido a los gestos salvíficos de Jesús y de modo especial a su Pasión y Muerte; y responde: «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él como si hubiéramos estado presentes» (Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-IV 2003, n. 11).
Verdaderamente, con el profeta, podemos decir indicando el Pan y el Vino eucarísticos: «Ahí tenéis a nuestro Dios» (Is 25, 9).
Fe en la Eucaristía y contemporaneidad con Cristo
Identificar en la Eucaristía al mismo Jesús que nació de María y murió en la Cruz, que predicó por Palestina y obró milagros, es cuestión de fe teologal. La respuesta que hemos apuntado en los párrafos anteriores procede de la fe y requiere a su vez fe para aceptarla. Da por seguro que la dimensión sensible de la comunicación divina no ha sido revocada: «Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será siempre» (Hb 13, 8). La lógica de la Encarnación define intrínsecamente el cristianismo, se identifica con todo su mensaje; por tanto, el acceso a Dios, a través de la carne de su Hijo, caracteriza siempre el tiempo de la Iglesia: también hoy podemos ver y tocar y oír a Jesús, aunque no exactamente como hace dos mil años. No le vemos según su propia figura, no tocamos inmediatamente su cuerpo, pero le «vemos» y « tocamos» realmente a través del velo sacramental. El don de Dios a la humanidad en Cristo no queda circunscrito a una época de la historia, aunque en algunos de esos tiempos asuma formas específicas e irrepetibles.
La institución de la Eucaristía en la noche que precedía a la muerte de Jesús, obedece a esta intencionalidad: entregar a sus discípulos de todos los tiempos un modo real de acceder a su Persona, por medio de la fe, pero manteniéndose a la vez en el orden sensible. Así lo han entendido muchos Padres y Doctores de la Iglesia, que lo han explicado de diversas maneras. Santo Tomás de Aquino las resume así: « (la Eucaristía) contiene sacramentalmente al mismo Cristo. El Señor, cuando estaba a punto de desaparecer de la vista de sus discípulos según su propia forma, se quedó con ellos bajo el signo sacramental» (Suma teológica, III, q. 73, a. 5).
La Iglesia ha creído y proclamado desde los comienzos que después de las palabras del sacerdote en la Consagración, el pan y el vino dejan de ser lo que parecen, se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesús. Ya en el siglo II, refiriéndose a este sacramento, San Justino explicaba: « Estas cosas no las tomamos como pan ordinario y bebida ordinaria», porque son «la carne y la sangre de aquel Jesús que se encarnó» (Apología I, 65). La razón es clara. «Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan (cfr. Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22 ss; Lc 22, 19 ss; 1 Cor 11, 24 ss); de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión, y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transubstanciación por la Santa Iglesia Católica» (Concilio de Trento).
La Eucaristía ha sido justamente llamada Santísimo Sacramento, porque no nos trae sólo un efecto de Cristo; ni ofrece sólo una acción o fuerza suya. En este sacramento, Cristo se halla presente en persona, aunque oculto bajo las apariencias de pan y de vino. La llamamos el Sacramento por excelencia porque es el sacramento de la Presencia del Verbo Encarnado entre los hombres. En las especies consagradas, «están contenidos verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero» (Concilio de Trento).
JAVIER ECHEVARRÍA