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17 diciembre 2025

JOSE. En casa de Zacarías (1 de 2)

En casa de Zacarías (1 de 2)
La montaña se alzaba ante ellos en la lejanía del horizonte. Las cimas de los montes surgían unas tras otras, desgastadas, erosionadas por el paso del tiempo. Se trataba de la misma sierra rocosa que corría desde Betsur y que había tenido ante los ojos durante tantos años. Vista desde aquí, parecía distinta. Se apreciaba con más claridad, ora cortada a pico por trechos, ora formando pirámides de cascajos. El mediodía había pasado, el espacio abrumado por el calor se alzaba penosamente hacia arriba en sombras alargadas. Los rayos del sol presentaban a las rocas un cálido tinte anaranjado, muy distinto del color azul grisáceo que a la misma hora se ofrecía en la otra vertiente del monte.
A medida que bajaba, la ladera desnuda salpicaba de rocas se iba poblando de vegetación. Las lanzas negras de los cipreses se remontaban por encima de los barrancos, las hojas de las palmeras se mecían espumeantes; más abajo, blanqueaban los cardos entre las matas de hierba. Cada pendiente era una escalera marcada por paredes blancas hechas con piedras llanas. Por encima de las paredes las viñas se abrían frondosas dejando ver entre las hojas sus racimos de uvas negras. Algo más abajo, en el fondo del valle se desgranaban las filas de grandes olivos grises.
De todas las parcelas de tierra cultivada surgían voces de trabajadores. En el aire límpido de la montaña, cuyo silencio era roto por el gorjeo de un torrente, las voces que volaban a lo lejos parecían curiosamente cercanas.
Dos hombres estaban sentados en el terrado de una casa. Por encima de sus cabezas, un tejadillo de ramas y juncos entrelazados proyectaba su sombra entretejida de luminosas manchas parpadeantes. A esta hora, al otro lado de las lomas, todo seguía dominado por el sol meridiano. Aquí ya se hacía sentir el primer soplo refrescante del mar.
—Si quieres oír mi consejo, José, hijo de Jacob —decía el viejo sacerdote—, te lo diré: La decisión de tu padre de que deberías abandonar tu pueblo natal es acertada. El peligro del que se nos habló puede existir realmente. Se dice que Heredes se ha vuelto loco. Ve enemigos por todas partes. Está dispuesto a matar a todos los que señalan sus espías. Estas noticias se repiten, y lo más probable es que sea así. Pero tú igualmente has hecho bien en no acompañar a los otros a Siria. No conozco a vuestros parientes y es posible que sean gente que, pese a vivir entre gójím, han guardado la fe y la costumbre incólumes. Es posible. Los hay. Pero sé que, por desgracia, la inmensa mayoría de nuestros hermanos que viven en aquellos países han sido contaminados. Porque nuestro mundo, José está contaminado...
José, que estaba sentado inmóvil, absorbiendo las palabras de Zacarías, se movió.
—No sé de qué hablas. Vivo en el silencio. No sé lo que ocurre en el mundo. Bajo a Jerusalén únicamente por las fiestas. Más lejos no voy nunca.
—Yo, por mi parte, hago frecuentes visitas a la ciudad. Nuestra estirpe constituye la octava clase sacerdotal conforme a la división de Esdras. Cada seis meses recae sobre nosotros el servicio en el Templo. Pero también en otras ocasiones visito Jerusalén. Voy allí cada mes por asuntos diversos y cuando estoy en el centro oigo las novedades y las noticias del mundo. Topo a veces con gente que viene de muy lejos...
Carraspeó, apoyó las manos descamadas en la balaustrada arcillosa del tejado. Mirando en la lontananza empezó a decir:
—Hemos caído bajo el dominio de Roma. Nuestros propios reyes han solicitado la ayuda romana. Aunque no hubiesen llamado a los romanos, habrían venido aquí de todos modos. Se trata de un pueblo ansioso de dominio sobre los demás. Inteligente, duro, despiadado. Los emperadores romanos nos trajeron la paz. Sus soldados vigilan las fronteras y la seguridad en las carreteras. Sus recaudadores nos cobran los impuestos. Pero Roma no es únicamente una protección severa. Es también fuente venenosa de un terrible veneno. Todos los males que Roma encontró en los pueblos conquistados confluyeron en su corazón, fermentaron y se convirtieron en su propio mal. Roma tiene sus dioses. Está dispuesta a aceptar en su panteón a cualquier otro dios. Todo lo que es mentira, vanagloria, búsqueda de comodidad, de placer y de voluptuosidad confluye hacia Roma y desde Roma se extiende por el mundo. Ese es el veneno del que hablo. Antes de que Roma dé un paso adelante en sus conquistas, antes, como serpiente, emponzoña a sus víctimas...
Volvió a callar un rato, y a través del resquicio que dejaban sus párpados a medio cerrar se quedó mirando las crestas desnudas, que se alzaban por encima de las laderas verdosas.
—La protección romana y la paz romana —continuó— traen la seguridad. Y no obstante envenenan... Allí donde viven los nuestros entre extraños, el mal les alcanza con facilidad. Pero nos amenaza a todos, también aquí. Muchos sacerdotes dicen: puesto que hay paz y podemos ofrecer sacrificios al Altísimo, todo va bien. Herodes no se entromete en nuestras vidas, las fronteras del reino han alcanzado los límites del Reino de David. Los fariseos conspiran y se rebelan. Anuncian a la gente que hay que emprender la lucha para preservar la pureza. Sostienen que pronto darán la señal. Nos recuerdan la última profecía sobre el mesías. Mas, a pesar de sus afirmaciones, mantienen relaciones estrechas con la corte. Algunos han conseguido incluso ganarse favores de Herodes. Es difícil saber lo que persiguen realmente. El pueblo ya no sabe a quién escuchar. Israel se ha convertido en rebaño que ha perdido su pastor...
El sacerdote enmudeció al oír ruidos de pasos en la escalera. La mujer que apareció en la terraza era ya mayor, pero su rostro marchito, cruzado por innumerables arrugas, conservaba las huellas de una belleza poco común, y debía haber sido encantadora. Unos grandes ojos negros miraban por encima de las bolsas de los párpados. El rostro tenía un aspecto severo, casi varonil. En sus manos sostenía con cuidado una jarra grande. La seguía una sirvienta con una bandeja en la que había una escudilla con cebada tostada, frutas, una ensalada de hierbas y queso de oveja. Lo dejó todo en la mesa. Luego, la mujer se inclinó diciendo:
—El tiempo de trabajo ha terminado y se acerca la hora de la cena. ¿Aceptarán mi marido y su joven invitado tomar la modesta comida que me he permitido traer?
Estaba de pie con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho. En esta postura parecía más sirvienta que esposa. El viejo sacerdote volvió la cabeza y miró a la mujer. Los ojos de ambos se encontraron e inmediatamente ambos rostros sufrieron una transformación radical. Desaparecieron tanto la expresión severa que se reflejaba en la cara de la mujer como la inquietud y la pena que parecía informar el rostro del hombre. Los ojos de ambos se iluminaron con un brillo cálido y una sonrisa se dibujó en sus labios. En aquel momento, dejaron de ser unos ancianos que lo habían dejado todo tras de sí en el camino.
—Hágase como has dicho —dijo Zacarías—. El tiempo del trabajo ha terminado obviamente —se volvió hacia José—. ¿Querrás, huésped mío, recitar la oración?
José levantó las manos y se cubrió el rostro.
—No, Zacarías, dila tú. Eres sacerdote. Gozas de una gran dignidad ante el Señor.
El anciano se estremeció. Su cara radiante un momento antes volvió a ensombrecerse. Apretó los labios y un espasmo cruzó sus mejillas. Podía pensarse que el hombre era presa de un dolor. Se sobrepuso inmediatamente. Solo volvió al rostro la expresión de melancolía que José percibió al entrar en casa del sacerdote. Zacarías cogió su manto y, con voz ligeramente trémula, empezó a recitar la miná, oración que daba fin al tiempo del trabajo.
—Bendito seas, Señor, Rey del Universo y de todo lo creado, por habernos permitido vivir este día de trabajo arduo y habernos preservado del pecado...
—Amén —dijo José al pronunciar Zacarías las últimas palabras.
Se desprendieron del manto que les cubría la cabeza, y se sentaron a la mesa. Estaban solos de nuevo, las mujeres se habían retirado. La brisa soplaba con más fuerza. Crecía el rumor de las ramas mecidas por el viento en el techo de la terraza. Los trabajadores que volvían de los viñedos habían dejado de gritar y entonaban ahora una canción.
Comían en silencio. Cuando terminaron y hubieron bebido su vino rebajado con agua, José habló:
—Te doy gracias por todos tus consejos, Zacarías. Mi padre tenía razón mandándome a ti. El Altísimo te ha conferido un gran conocimiento de la vida. Pero aún no me has dicho una cosa. Ya que crees que he de dejar mi pueblo natal, y estás de acuerdo conmigo en que no debo acompañar a mis parientes a Antioquía, dime, ¿adónde crees que tengo que marchar? ¿Qué te sugiere el Altísimo en este asunto?
Zacarías no levantó la cabeza. Su mano de piel fina, rugosa y brillante como las escamas de una serpiente, se deslizaba suavemente de un lado para otro por el borde de la mesa.
—Esperas demasiado de mí, José, hijo de Jacob —díjole tras un momento de profundo silencio—. Yo solo te decía lo que dictaba mi experiencia de anciano que ha visto y oído muchas cosas. Sin embargo, no busques en mis palabras la voluntad del Altísimo.
Un rictus contrajo de nuevo las mejillas tensas del sacerdote.
—No entiendo tus palabras. Como sacerdote estás muy cerca del Altísimo. Le sirves. Te es más fácil conocer su voluntad.
Zacarías negó con su cabeza.
—Y sin embargo la bendición del Altísimo no ha descansado sobre mí...
—¿De qué hablas?
—No tengo hijo varón...
José bajó la mirada.
—Sé de tu desgracia, Zacarías. No obstante, el Altísimo...
El sacerdote no le dejó terminar.
—¿Quieres decir que el Altísimo puede hacer lo que le place? Desde luego. Si además envía semejante oprobio sobre su sacerdote, ¡eso significa que le considera indigno!
Las palabras ya no sonaron a dolor sino a desesperanza. José cerró la mano sobre el faldón del abrigo que sostenía con los dedos. La violencia de la declaración le hizo pensar que Zacarías no había tenido con quién compartir sus pensamientos y que, tal vez, los expresaba en voz alta por vez primera. De entrada hizo instintivamente un gesto como si quisiera detener las posteriores confesiones... Pero se sobrepuso de inmediato a su temor. Si quería ayudarle, tenía que escuchar hasta el fin, asumir parte del peso que parecía abrumar a la otra persona.
—El no rechaza a los que quieren servirle... —empezó a decir.
—José, con todo, a mí me ha rechazado —dijo Zacarías con dolorosa insistencia—. No sólo aquello me ha dolido...
Se interrumpió; durante un momento luchó consigo mismo. No le era fácil, se notaba, expresar su dolor hasta el fin. Mas la primera confesión fue como la ruptura de un freno. Bajó la voz. Hablaba ahora en un susurro:
—Quizás nadie lo ha notado... Pero yo lo veo... Tantos años cumpliendo el oficio sacerdotal... ¡Tantos años! Y nunca, nunca jamás en todos estos años me ha tocado en suerte ofrecer el incienso. La más digna de las oblaciones.
Arrojó fuera de sí las palabras y calló. Se hizo un silencio, como si se hubiera corrido una losa. La brisa del atardecer que aumentaba de intensidad, mecía rumorosamente las ramitas del tejado. Abajo, el torrente parecía gorgotear más fuerte.
—Mi vida llega a su fin —volvió a empezar—. Es mi último año de servicio. Luego, no volverán a llamarme. El Altísimo me ha dado la prueba de que no está satisfecho de mí...
—Pero acuérdate de Job —dijo José; buscaba febrilmente algo que pudiera sacar al otro del fondo de su desesperación—. Sus amigos pensaban que el Altísimo le había castigado. Sin embargo, él se sentía inocente.
—¿Hay alguien que pueda sentirse realmente inocente? —las palabras de Zacarías cayeron con lentitud trágica—. Yo de todas formas he encontrado mi culpa...
Estuvo José a punto de preguntar: «¿Y qué has hecho?». No obstante, se contuvo. Sentía que si Zacarías había empe¬zado a hablar de sí, debía llegar hasta donde él creyese oportuno. No podía sustraerse a escuchar sus confesiones, pero tampoco podía urgirle en nada.
—Una falta pesa sobre mí... —Zacarías seguía hablando despacio, totalmente tranquilo en apariencia—. He dado muchas vueltas y la encontré en mí... —se detuvo un instante—. ¡Soy culpable de amar a mi esposa! —lanzó finalmente.
—¿De amor? —repitió José estupefacto—. ¿Cómo se puede faltar amando?
—El amor ha de tener un límite...
—Pero si tu amor no te ha apartado del servicio.
—No me ha apartado, pero tampoco me dejó olvidar...
—¿Hay que olvidar?
—¡Es preciso! —lanzó duramente—. ¿Qué es el amor humano? Un consuelo del que hay que saber desprenderse— apoyó la cabeza en la mano. Le cansó lo que había arrancado de sí. Se sentía como si hubiera extraído una espina, hace mucho tiempo clavada en su cuerpo. Expresó su dolor, con el que forcejeaba noche tras noche en una lucha solitaria—. Ves, José —trataba de expresarse con mucha serenidad, pero este sosiego era hasta tal punto forzado, que la voz le temblaba—. La amo. Es para mí el amigo más querido, más cercano... Los escribas —tragó con fuerza la saliva—, los escribas dicen: hemos de dar gracias cada día al Altísimo por no habernos hecho ni gójim ni mujer... ¡Yo no sería capaz de rezar así! Nunca... Ya somos viejos los dos. No sé lo que va a ocurrir cuando la muerte nos visite a uno de los dos. Cuando llegan los días de servicio y tengo que marchar, no paro de pensar en ella y añorarla.
Pronunció las últimas palabras en un susurro y calló. Reinó el silencio. José pensaba: ¿Por qué me cuenta esto a mí, que lo veo por primera vez? Es cierto que más de una vez personas totalmente desconocidas le habían confiado sus preocupaciones más íntimas. Venían para encargar un arado o una reja y, de repente, se sentaban y le contaban sus problemas. Le pedían consejo. ¡A él, que vivía en el silencio y sabía tan poco de la vida! Pero aquellos eran gente sencilla. Para ellos, un naggar famoso por su pericia era una autoridad. Pero Zacarías era sacerdote, era hombre de experiencia...
JAN DOBRACZYNSKI.