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NUEVE DIAS CON LA VIRGEN INMACULADA
¿Quién es Esta que surge como la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol...?
La liturgia mariana ha hecho suyas muchas de las palabras del Esposo del Cantar de los Cantares, para ensalzar a la Virgen María. No nos apartamos de la enseñanza católica si entendemos las que encabezan esta página referidas a Nuestra Señora.
¿Quién es Esta? Una pregunta oportuna, adecuada, para este día en el que volvemos nuestra mirada a la Virgen de Nazaret, para prestarle durante nueve jornadas, con una multitud inmensa de cristianos de los cinco continentes, especial atención; para prepararnos de este modo a la celebración de una de sus grandes fiestas, que tanto bien nos hacen a sus hijos de la tierra: la Inmaculada Concepción.
¿Quién es Esta cuya luz se alza y se incre¬menta como la aurora; que sin prisa y sin pau¬sa templa todas las cosas, y crea una visión nueva del mundo —más aún—, que hace posi¬ble verlo tal como es? ¿Quién es Esta?
Un Arcángel nos lo ha dicho. Se lo ha dicho a Ella, a María, que —en su profunda humil¬dad— no conocía la alteza de su condición y se consideraba la esclava del Señor: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
Estas palabras de San Gabriel guardan una relación estrecha con el misterio que hoy co¬menzamos a contemplar. Volveremos sobre ellas, para desentrañar, hasta donde nos sea posible, su sentido; para conocer más quién es Esta, para quererla más, y sacar algún pro¬vecho para nuestra vida de cristianos en medio de este mundo que debemos llevar a Dios con nosotros.
TODA LIMPIA
Dios omnipotente, en un alarde de amor y de misericordia, hizo una maravilla increíble en favor de los hombres. No sólo creó el sol y los mil luceros de la noche, y los ríos, y las cordilleras y el mar inmenso, y la mañana y la tarde, el amanecer y el crepúsculo, los peces del mar y los frutos sabrosos de los árboles; cuando se cometió el primer pecado humano, quebrando la armonía del universo, se compadeció de nosotros y prometió ya entonces un Redentor. Y cumplió su promesa de un modo admirable: El mismo quiso hacerse hombre y someterse a las angosturas de la humana existencia, para así redimirnos.
Comenzó pensando en una Madre que le prestara —¡al Creador!— cuerpo y sangre, y quiso lo mejor para Ella: que María naciera del amor santo de un hombre y una mujer y que fuese concebida sin mancha alguna de pecado, toda limpia, inmaculada.
Este es el misterio. Este es el dogma, definido con toda solemnidad el 8 de diciembre de 1854 por el Santo Padre Pío IX. Y el último Concilio Ecuménico Vaticano II recuerda también a «la Virgen Inmaculada preservada inmune de toda mancha de culpa original».
El dogma de la Inmaculada Concepción, presupone el dogma del pecado original. Adán pecó y en él —representante nuestro— todos pecamos.
Así lo enseña el Apóstol y lo recuerda el Salmista: Ecce in culpa natus sum et in peccato concepit me mater mea. Todos nacemos manchados por ese pecado de origen, que explica los desórdenes de nuestras pasiones, la relativa oscuridad de nuestro entendimiento —la torpeza para comprender ciertas cosas—, la debilidad de nuestra voluntad. La naturaleza entera se ha visto alterada por la caída original. Y, sin embargo, a la Madre de Dios en nada le tocó el pecado. Ese pecado que se transmite de generación en generación, se detuvo, por singular privilegio, en María. Dios lo quiso así; ¿cómo lo hizo?: este es el misterio.
Un misterio, sí. Pero ocurre que, «tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es posible hablar así— que en otras verdades de fe. ¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor, su poder realizó todo su querer»
Cualquier pecado es una deformidad monstruosa, que ofende a Dios, separa de El y deja en el alma la inclinación a permanecer distante y aun a aumentar la lejanía. Al entrar el pecado en la naturaleza de Adán, por obra de su libre voluntad, deterioró la naturaleza humana, introduciendo la proclividad al alejamiento de Dios. Así las cosas, la primera pareja humana no pudo transmitir más de lo que tenía: una naturaleza herida por el pecado. La suerte de la condición humana era bien triste. Pero he aquí que nuestro Padre Dios no quiso dejarnos en el trance de una tremenda lejanía eterna. Quiso venir en Persona a remediar la situación. Y para ello se escogió a una Mujer, para nacer de Ella. Y como El mismo había de crearla, en atención a los futuros méritos de la Redención, la preservó de todo pecado, también del original, para que fuera, desde el preciso instante de la Concepción, un templo santo de Dios. Dios no quiso que nada, absolutamente nada, ni por un sólo momento, pudiera distanciar ni siquiera mínimamente, a la Madre de Dios, de la Santidad del Creador.
Los demás nacemos con miserias, con la inclinación al pecado —a la soberbia, a la pobreza, a la lujuria, a la ira...—; Ella, en cambio, fue concebida con toda la perfección con que había sido pensada por Dios desde la eternidad: inclinada al bien, a todo lo puro, a todo lo bueno y noble, y sobre todo a la infinita bondad de Dios. Ella es pura desde el primer instante, como es puro el oro sin mixturas.
El camino pasa por el sacramento maravilloso —sacramento de alegría— que es el de la Penitencia. Al acusarnos de nuestras culpas, abandonamos en Dios nuestras miserias y El nos concede la gracia, abundante, para nuestra lucha diaria. Y nos hace capaces de cosas más nobles, más santas: clarifica el entendimiento; robustece la voluntad, nos hace más cristianos.
¡Qué bueno sería que en estos días hiciéramos la mejor confesión de nuestra vida! (la mejor hasta aquí). Con la mayor fe, con una esperanza sin recelos, con el más grande amor que podamos arrancar del corazón, para Dios.
ANTONIO OROZCO