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Libertad y humildad para acoger este don
Reconociendo que no cambia lo esencial del ser humano, hay que admitir a la vez que el don de la filiación divina ha cambiado completamente la historia de la humanidad, que desde hace dos mil años transcurre bajo el signo de una Alianza nueva y eterna entre el hombre y Dios, un pacto que cobija a la persona bajo el amor providente de un Padre infinitamente sabio y todopoderoso. Ha cambiado la historia, respetando la libertad de todos. Dios no se impone: su don es infinitamente gratuito y no implica ninguna violencia, imprime sólo la dulce coacción del amor.
Me vienen ahora a la memoria unas consideraciones que san Josemaría propuso más de una vez. En cierta ocasión, «un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe», le dijo, mientras señalaba un mapamundi: «Mire, de norte a sur, y de este a oeste: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados». San Josemaría describía así su reacción a ese comentario: «Me llené, en un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran. Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante. Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad» (Es Cristo que pasa, n. 129).
El don divino no anula la libertad, que es ya de por sí una grandísima dádiva de Dios al hombre; en realidad, la exalta y le confiere su último y definitivo sentido, porque al aceptar la invitación de vivir en Cristo como hijo del Padre, gracias a la acción del Espíritu Santo, la criatura trasciende sus propios confines, todas las barreras de sus limitaciones, y vive a lo divino, endiosada. Ya no existe para sí misma, sino para Cristo, para los demás. La propia vida, aun dentro de la breve jornada histórica, se muestra llena de una calidad y de un alcance que antes ni siquiera estaba en condiciones de sospechar. El hombre descubre así que también él puede construir para los que vengan detrás, que no se pierde nada de lo que -según esa vida nueva- hace por ellos; y trabaja con mayor despego de lo que opera, porque se ha abandonado en las manos del Señor: se mueve en la fe y desde la fe.
El don de la fe y el de la filiación divina marchan al unísono, como enseña san Pablo: «Todos sois hijos de Dios por la fe» (Gal 3, 26). Uno y otro quedan al alcance de todos los hombres y mujeres, sin distinción ni acepción de personas, porque no proceden de una conquista de la inteligencia, ni del progreso técnico, ni del nivel cultural y científico de la sociedad; no surgen como fruto del talento político, de la habilidad comercial o de la energía de voluntad. Son pura gracia, que antecede cualquier mérito de cualquier orden. San Pablo tuvo que insistir sobre este punto para que los cristianos lo entendiesen bien: «Por gracia habéis sido salvados mediante la fe, y esto no procede de vosotros, puesto que es un don de Dios: es decir, no procede de las obras, para que ninguno se gloríe» (Ef 2, 8-9).
En cambio, resulta necesaria la disposición humilde para abrir el alma a una gracia tan extraordinaria y dejarse transformar radicalmente con el fin de llegar a ser «nueva criatura» (Gal 6,15; 2 Cor 3,17). La grandeza de este tesoro celestial lleva consigo, de modo paradójico, la realidad de que sólo un ánimo humilde, consciente de su bajeza y de su limitación, de su pequeñez, está en condiciones de aceptarlo. Así lo explicaba Cristo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Así lo reconocía su Madre, con agradecimiento sin par, en el canto del Magnificat: «Porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava (...) ha hecho cosas grandes en mí el Todopoderoso» (Lc 1, 48-49). Y con estas palabras lo recordaba el Papa san León: «Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al mundo, ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por la humildad (...). La práctica de la sabiduría cristiana no consiste en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz»( San León Magno, Homilía 7 en la Epifanía del Señor).
Aunque lo hayamos considerado muchas veces, no deja de impresionar esta verdad maravillosa: el Señor se aproxima a la humanidad a través de una muchacha desconocida, natural de un pequeño pueblecito de la Tierra Santa. Resulta indescriptible que el destino del mundo entero dependa del sí de una joven de dieciséis o diecisiete años. Si nos lo hubieran explicado antes, habríamos replicado: no..., esto es imposible. El Señor toma este camino porque María responde generosamente a la plenitud de la gracia que ha recibido; porque vive de fe, pensando en el futuro, pensando en los demás.
La grandeza verdadera del hombre se cimenta y se entrelaza con la humildad, entendida esta virtud como percepción diáfana de la propia indigencia y de la propia limitación. La humildad inclina a la persona a aceptar dones más altos de los que ya posee; a no cerrarse ni conformarse con lo que puede alcanzar por sí misma; a excluir la tendencia a pensar sólo en lo que individualmente le conviene, y a mirar lo que necesitan los otros. La grandeza de la criatura inicia con su humildad y se consuma por la fe en Dios, que lo levanta de la simple condición de hijo de hombre a la nueva de hijo de Dios en Cristo.
JAVIER ECHEVARRÍA