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27 diciembre 2024

Llegan las primeras mujeres a Roma

Llegaron el día de San Juan, 27 de diciembre de 1946, por la tarde. Venían Encarnita Ortega y Dorita Calvo con tres numerarias auxiliares: Julia Bustillo, Dora del Hoyo y Rosalía López. A poco de aterrizar estaban las cinco en grupo compacto, esperando el equipaje facturado, y rodeadas de bultos de mano, porque carecían de dinero para pagar el exceso de peso. «Estando así —cuenta Encarnita—, las cinco JUNtas, con el asombro que produce desconocer el país al que se llega, no hablar el idioma y carecer de medios económicos, vimos aparecer a nuestro amadísimo Padre, acompañado de don Álvaro. La alegría fue desbordante, y sentimos el nuevo país como propio».
Salieron en dos coches del aeropuerto de Ciampino; uno de ellos con el equipaje. En el asiento delantero del otro iba el Padre con el conductor. En lugar de dirigirse directamente a casa pasaron cerca del Coliseo y —según recuerda Dorita Calvo—, «inició el Padre con voz muy potente y segura el Credo; parecía como si quisiese transmitirnos la firmeza de su fe», donde tanto cristiano la había refrendado con su sangre.
«La llegada a casa fue emocionante», cuenta Encarnita. Sin duda, la compañía del Padre y el agolpamiento de novedades removían hondas sensaciones. Pero enseguida entraron aquellas mujeres en faena. En el diario de Città Leonina (que, por supuesto, nada tiene que ver con la zona de la Administración, que es Centro aparte) escribe escuetamente el cronista, en esa memorable fecha del 27 de diciembre de 1946: «Por fin hoy llega la Administración [...]. Poco tiempo después de llegar a casa, la cocina y alrededores habían sufrido un cambio total». Y a renglón seguido: «Hoy hemos cenado como Dios manda».
El cargamento de provisiones que traían de Madrid parecía desmentir lo que una semana antes les había escrito el Padre, que, aunque soñaba, no fantaseaba castillos en el aire:
Las que vienen a Roma van a saber lo que es pobreza de veras; lo que es un frío auténtico, húmedo y sin calefacción; lo que es vivir en casa ajena, hasta que forcemos el Corazón de Jesús... Que se preparen, con entusiasmo y con la alegría habitual, a estas pequeñas cosas encantadoras. No es posible hacer fundación de casas sin contradicciones. Y las que he apuntado son bien pocas.
Pronto se acabaron las provisiones y se volvió a la realidad prometida por el Padre, es decir, a las consecuencias propias de la pobreza. Durante 1947, y los años que siguieron, vivieron las estrecheces conforme al espíritu de la Obra: sin rebelarse contra las humillaciones que llevaba consigo el carecer de lo necesario, sin lamentaciones, sonriendo y sin decir siquiera esta boca es mía.
Dorita Calvo hace un breve repaso de la situación: «se carecía de todo: de espacio —ocupábamos medio piso—, se dormía en camas plegables, en el suelo; no había dinero, no podíamos encender la calefacción», etc. Rosalía López completa un tanto el cuadro de la escasez, pero sin excesos ni lamentos: «Pasamos ahí frío y hambre. El oratorio, que era la parte principal del piso, era también muy pobre, y en el resto del edificio no teníamos ni siquiera lo indispensable. Cuando iba un huésped a comer, no teníamos ni sillas ni cubiertos».