-
La Sombra del Padre. JAN DOBRACZYNSKI. Ed. Palabra, Madrid, 1985, 3ª ed.
Llegan a Belén (1 de 2)
En cuanto salieron de la sofocante cuenca del Mar Asfáltico, les envolvió un viento frío que llevaba gotas de lluvia mezcladas con nieve. José, que conducía el asno, trataba al mismo tiempo de proteger a Miriam de las embestidas del viento. Aumentó su preocupación por ella cuando le confesó que creía llegado su momento. Estaba débil, ora sudaba, ora tiritaba de frío.
Salieron al alba. Subían lentamente por la senda que llevaba serpenteando hacia la cima. Por el fondo de la hondonada bajaba un torrente y así al menos tenían agua. Miriam andaba con dificultad. Desde el primer momento parecía agotada. La cogió por la cintura y la llevaba con delicadeza. El asno trotaba a sus espaldas. El también presentaba huellas de los avatares del viaje. Tropezaba continuamente con las piedras.
Al llegar al primer altillo, convenció a Miriam para que montase en la cabalgadura. El asno caminaba ahora aún más despacio y tropezaba más a menudo. Miriam, sentada en su grupa, estaba pálida, con la cara demacrada. Con los dedos se agarraba a las crines del animal.
El sendero corría a veces por el bordillo mismo del acantilado tocando al precipicio. En esos momentos José conducía el asno con mucha aprensión. Un paso en falso de su parte provocaría la caída. Cuando se dio cuenta de ello temblaba de pies a cabeza. Miriam sabía intuir siempre sus ansiedades. Normalmente le hablaba en estos casos con palabras de ánimo o le animaba con una caricia. Ahora, sin embargo, estaba callada.
José tenía un solo deseo: llegar cuanto antes. Estaba convencido de que una vez llegados todo se arreglaría. En contra de su deseo, iban cada vez más despacio. El tiempo se hacía más inclemente a cada paso. Había momentos en los que les envolvía una niebla húmeda en la que se movían a duras penas, sin poder distinguir nada en su alrededor. El viento oculto en la niebla ya gañía como un chacal del desierto, ya daba alaridos que recordaban la risa histérica de los torturados.
Estaban solos. La gente que había llegado con ellos se había ido por otro camino o se había quedado en la orilla esperando mejor tiempo. Estos montes no disfrutaban de buen renombre. En realidad, allí no había bandidos, que preferían estar lejos de los soldados estacionados en la fortaleza. Los viajeros que pasaban por aquí contaban historias escalofriantes sobre los shedim que pululaban por aquellos parajes... Se oían voces, se encontraban huellas como de patas de gallina. Unas manos invisibles agarraban a los viajeros por los mantos o les arrojaban piedras. Se encontraban personas arrojadas al abismo no se sabe por quién...
José tenía la sensación de que en esta niebla, en esta ventolera, en la lluvia cortante, iban ocultos unos seres vivos dominados por un furor inexplicable. El viento ya desgarraba la niebla y la retorcía como un trapo empapado, ya la recogía y se la echaba a la cara. Continuamente se oían silbidos, aullidos, llantos, risas. De pronto, en alguna parte cerca de ellos, se produjo una avalancha de cascajos. Las piedras rodaban por el sendero delante mismo de ellos. En el último instante apenas tuvieron tiempo de parar ante un hoyo que la lluvia había excavado en el camino. En otra ocasión, apareció ante ellos la forma de un macho cabrío: el animal salió de la niebla e inmediatamente desapareció en ella...
José apenas podía ya andar. Le dolían los ojos debido al polvo de las rocas, que la ventisca arrastraba mezclado con las gotas de agua. A pesar de eso, seguía protegiendo a Miriam y cuidando los pasos del asno. Pasaban las horas. Se paraban v volvían a emprender la marcha. No tenía sentido pararse para un descanso más largo: no podrían encender fuego. No tenían comida. Miriam seguía callada. José temía preguntarle cómo se encontraba.
Ya empezaba a tener la convicción de que este camino proseguiría sin fin y que nunca llegarían a la meta, cuando de repente pasaron de la senda rocosa a un camino de tierra batida. Les quedaba por rodear la hondonada por cuyo fondo bajaba el torrente. Luego, el camino se hacía cada vez más regular. Al detenerse un momento, a través de la lluvia y de la niebla a José le pareció ver delante una especie de forma oscura, como una gran figura humana. Sintió en un primer instante inquietud. Pero se tranquilizó enseguida, pues la silueta oscura era sencillamente un árbol. Su forma le era conocida. Exclamó alegremente:
— ¡Miriam! ¡Ya estamos! ¡Ya estamos llegando!
No le contestó nada. Tenía el rostro contraído y únicamente en sus ojos leyó una expresión de alivio. Después de un momento, le llegó a sus oídos un susurro de voz:
—Estate tranquilo... Todo irá bien...
—Sí, ahora irá bien —la tranquilizó—. Un momento más y llegamos a casa de mi padre.
Ahora el camino iba bajando un poco. Sabía perfectamente dónde se encontraba. Una curva más y entre dos rocas erguidas vieron el pueblo. Ya podía reconocer las distintas casas. Conocía cada una, sabía a quién pertenecía cada una. El cansancio desapareció inmediatamente. Se olvidó incluso de sus pies heridos por las piedras afiladas.
De repente dijo ella:
—Parémonos, por favor...
—Se detuvo en seguida y la miró asustado.
—¿Te sientes mal? ¿Quizás ya...?
—No, no. Es que tengo que apearme.
—¿Por qué?
—Mira, nuestro burrito está cojo...
—No importa. ¡Tiene que llevarte hasta el final!
—No, José. Está demasiado cansado...
No intentó oponerse. La ayudó a desmontar, la cogió por la cintura y la llevaba delicadamente. El burrito iba de-trás cojeando.
El camino que seguían los condujo a una pista amplia, que llevaba por un lado a Jerusalén, por el otro a Hebrón. En la pista había gente envuelta en sus abrigos. José se alegró al verlos. Se dirigió al primer hombre que encontró con las palabras de saludo. Pero el otro apenas refunfuñó algo arrebujado en el paño que le envolvía la cabeza.
Empapados, tiritando, sosteniéndose apenas sobre los pies, llegaron por fin ante el portalón de la casa paterna. La puerta estaba cerrada. José llamó. Tuvo que repetir varias veces sus llamadas, antes de oír por fin algún movimiento detrás de la puerta. Pero ahora tampoco le abrieron. La voz del sirviente preguntó desde detrás de la puerta cerrada quiénes eran. Cuando José se lo dijo, el otro se alejó.
Oían sus pasos que se alejaban. José se impacientó. Dio un puñetazo en la puerta y sofocó una palabra airada. La proximidad de Miriam apagaba siempre su impetuosidad.
Debe de ser un sirviente nuevo, pensaba. No sabe quién es José. Pero llamará a los otros. Efectivamente, volvió a oír unas pisadas. La puerta se entreabrió. En el resquicio vio la cabeza de Seba.
—Soy yo, José —dijo—. Abre rápido. El sirviente no me habrá reconocido...
Seba callaba. No abrió la puerta, no les invitó a entrar.
—Hermano —la voz de José denotaba estupor—. Déjanos entrar, rápido. Estamos cansados, el viaje ha resultado difícil. Esta es mi esposa, necesita resguardarse y ayuda...
Seba levantó las manos por encima de la cabeza. Exclamó:
—¿Por qué has venido? ¡No tenías que haber venido!
—Pero sabes de la orden real.
—Pero nosotros te dijimos que no vinieras.
—Sea lo que fuere lo que habéis dicho... Te explicaré. Mientras tanto déjanos entrar en casa. Mi esposa necesita ayuda...
—No puedo aceptaros en casa.
—¿Por qué?
—Tenemos miedo. No solo yo, todos.
—¡Tú mismo me has dicho que nadie me ha buscado!
—¡Cualquiera sabe! Y ahora ha venido tanta gente. Seguro que hay espías rondando. No puedes estar en nuestra casa. ¡Vete!
—Me inscribiré y me iré. Ahora tenemos que descansar.
—Búscate un alojamiento en los alrededores.
—No tenemos fuerzas para ir a buscar. Mira lo cansados que estamos.
—Aquí no te aceptará nadie...
—¿Qué has dicho?
—Nadie. Nos hemos puesto de acuerdo. Todos. Por si aparecías por aquí. Te avisaré...
—¡Pero éste es mi pueblo natal! ¡Sois mis hermanos!
—Somos hermanos, pero no queremos perecer por ti. Recibiste tu parte. Te llevé un anillo precioso.
Se frotó los ojos. Le parecía que estaba soñando. No podía creer que veía la puerta cerrada y a Seba impidiéndole la entrada.
—Hermano —dijo tratando de dominar su voz, que empezaba a temblarle de pena—. Habéis obrado de modo indigno. Los hermanos no se comportan así. Si nuestro padre viviera... Pero yo no quiero nada de vosotros, sino el alojamiento que la costumbre manda ofrecer a todo caminante cansado. Hemos recorrido un largo camino. Mi esposa tiene que estar bajo techo cuanto antes. Se acerca su hora...
Seba sacudió las manos como un pájaro que no se quiere alejar de su presa.
—¿Además? ¡Con más razón tenéis que iros! Ese niño... No debería nacer aquí... ¡Marchaos!
Retrocedió y cerró bruscamente la puerta. José en un arrebato súbito se abalanzó, empezó a golpear con el hombro con toda su fuerza la puerta cerrada.
— ¡Abre! —gritaba—. ¡Abre! Tienes que abrir.
Pero Seba no abrió, y la puerta era suficientemente sólida para no ceder a los golpes de José. La aporreaba en vano. Solo consiguió quedarse sin aliento.
— ¡Abre! —repetía— ¡Tienes que prestarnos ayuda! ¡Debes!
Ninguna voz le respondió desde detrás de la puerta. José sentía que Seba no se había ido, sino que estaba al acecho al otro lado. El disgusto se tornó en ira. De nuevo empujó la puerta con todo el cuerpo. Crujió pero no cedió.
—¡Tú, bellaco...! —lanzó— ¡Tú...!
Sintió la mano de ella en su hombro.
—Déjalo...
—¿Cómo quieres que lo deje? ¡Tienes que encontrar alojamiento!
—Tal vez nos reciban otros... No puedes enfadarte con tu hermano.
Retrocedió. Se mesó el pelo. Gimió.
—Oh Miriam... ¿Qué he hecho yo? ¿Adónde te he llevado?
—Vámonos de aquí...
—¡No puedes ir a ninguna parte!
—Iré. Hay otras casas.
—¡Has oído —dijo— que no nos aceptarán en ningún sitio!
—Habrá probablemente una posada.
Volvieron sobre sus pasos. Caminaban arrastrando los pies. José sostenía a Miriam. El asno, olvidado por todos, les seguía con la cabeza gacha.
—Bellacos... —José rumiaba su enfado—. Se pusieron de acuerdo... Dice que tienen miedo... Pero empiezo a imaginar...
—No supongas nada —le interrumpió ella—. Sé indulgente...
—¡No puedo! ¡Nos han echado! No se trata de mí...
—Tal vez tenía que ser así...
—¿Qué es lo que dices?
—Quizás Él lo ha querido así...