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21 diciembre 2024

La Espera: del 17 al 25

La Sombra del Padre. JAN DOBRACZYNSKI. Ed. Palabra, Madrid, 1985, 3ª ed.

Continúan hacia Belén
Hasta el quinto día no llegaron por segunda vez a la orilla del Jordán. Volvieron a bajar desde los montes fríos, azotados por el viento, a la fosa húmeda y sofocante del Jordán. Por su fondo corría raudo y ruidoso el río crecido.
En el vado inferior, cerca de Batabara, se había aglomerado un enorme gentío. La gente estaba acampada en la orilla discutiendo, sin saber qué hacer. Era extremadamente difícil cruzar el río. El agua profunda llegaba a los hombros. Su curso era tan violento que, a pesar de las maromas tendidas entre las dos orillas, los que habían entrado en el agua no podían mantenerse en pie. Unos cuantos consiguieron alcanzar la orilla opuesta. Otros dieron marcha atrás, pero hubo algunos que soltaron la maroma, fueron arrastrados por la corriente y acabaron ahogándose.
José, después de dejar a Miriam a un lado, se metió entre el gentío que discutía, para escuchar lo que decía la gente. Había división de opiniones. Unos recomendaban la espera afirmando que en dos días, a lo más tardar, decrecería el agua. Otros recomendaban intentar la travesía a toda costa. Pero algunos opinaban que era preciso seguir la orilla hasta la desembocadura y allí cruzar con barca en la costa del Mar de Asfalto. El camino se alargaba mucho, pero eso evitaba cruzar el Jordán. José, después de pensarlo, decidió seguir este consejo.
Fueron bajando por la senda que acompañaba al río en su caminar hacia el mar. La senda era estrecha, pedregosa, insuficientemente marcada. En tiempos normales nadie la utilizada. Los endrinos espinosos enganchaban a los caminantes por la ropa con sus ramas crecidas. El borrico, pinchado por las espinas, caminaba despacio, resoplando un poco llevado por José con la mano en el ronzal. Consiguieron por fin cruzar la espesura. Ante ellos se extendía una superficie inmensa de agua casi negra. El Jordán, al entrar en el mar, formaba alrededor de su desembocadura un manchón marrón-rojizo. Entre las laderas del río cubiertas de vegetación frondosa y el mar se abría una playa rocosa desnuda. Hasta donde llegaba el agua no había ni rastro de vegetación. Solo había un montón de troncos y de ramas resecados por el sol y pulidos por el mar, con aspecto de huesos viejos. Unas lagunas dispersas rodeadas de sedimentos de sal refulgían de blancura. El agua despedía un olor fuerte y desagradable.
Se veían en la orilla numerosas barcas de pescadores. Bogaron hasta allí, pues sus dueños se habían enterado de que una multitud de viajeros deseaba cruzar el río. De pie ante sus barcas regateaban en voz alta el precio del transporte. José dejó a Miriam y se acercó a los pescadores. La mayoría de las barcas transportaba a la gente solo hasta el otro lado del Jordán. Pero varios pescadores estaban dispuestos a hacer un trayecto más largo. Iban a llevar a la gente a la orilla occidental, hasta el pie de unas rocas oscuras y amenazadoras.
Se dio cuenta de que semejante travesía podía serles muy provechosa porque acortaba mucho su camino. Cierto es que al llegar tendrían que trepar hasta la cima de la alta orilla, pero saldrían entonces en dirección a Belén, sin necesidad de cruzar Jericó ni Jerusalén. Pensaba también que el viaje en barca cansaría menos a Miriam. El viaje estaba durando más de lo que habían pensado, y Miriam parecía estar muy cansada. Tranquilizaba continuamente a José, diciéndole que se encontraba bien, pero su aspecto contradecía sus palabras.
El barquero que proponía ir hasta la otra orilla estaba dispuesto a tomarlos a bordo, pero no quería llevar el bu-rro. Tanto Miriam como José protestaban enérgicamente. Mirian le tenía cariño al animal, y José también se había aficionado a él; además, se daba perfecta cuenta de que sin la montura les sería más difícil llegar a Belén. El pescador consintió finalmente en llevar el burrito previo aumento del precio. Le trabaron las patas y lo pusieron en la popa de la barca.
La barca se alejó de la orilla, tan cargada, que el agua le llegaba casi a la borda. El pescador advirtió a los viajeros que no se movieran, ya que la barca podría llenarse de agua con el balanceo. Por esta razón nadie se movía. Navegaban con tanta lentitud que parecían estar parados. A veces, sin embargo, se levantaba el viento, hinchaba la vela y entonces comenzaba a navegar más deprisa. En la superficie del mar no había olas, la barca parecía deslizarse sobre un espejo de agua. Unos breves chaparrones les pasaban por encima. De detrás de los montes, que se erguían como una pared amenazadora en la orilla oriental, surgió una nube.
Quedó colgada sobre sus cabezas, los envolvió con una niebla que lo ocultaba todo a su alrededor. Luego el agua cayó del cielo a borbotones. Tamborileaba en la superficie del agua. Durante un cierto tiempo estuvieron navegando como envueltos en un paño húmedo. Tiritaban. El fondo de la barca se llenaba de agua, que el pescador mandó achicar con recipientes. Finalmente el viento dispersó la niebla. Dejó de llover y aclaró. De nuevo podían ver la orilla a la que se acercaban lentamente. Pero el sol había desaparecido. Estaban envueltos en una humedad sofocante que les oprimía fuertemente el pecho.
Aunque navegando despacio, se acercaban a la orilla. Veían con más nitidez la costa elevada y rocosa, con una playa nivea a sus pies. De las rocas del litoral se proyectaba un largo promontorio rocoso, plano en la cima y parecido a una mesa inmensa. Cuando estuvieron cerca, vieron en la cima del promontorio moverse unas personas vestidas de blanco.
Cuando arribaron por fin ya era de noche. Bajaron a tierra desperezando los cuerpos entumecidos por las largas horas de inmovilidad. Miriam, para descender de la barca se apoyó pesadamente sobre el hombro de José. El miraba preocupado su cara cenicienta y sus labios exangües. Después de unos pasos, se sentó en la arena, cabizbaja. José fue a desatar el asno y lo sacó a la orilla. Luego volvió al lado de Miriam. La miraba inquieto. Ella levantó la cabeza y dijo amagando una sonrisa.
—No temas...
Pero él no se sentía tranquilizado. Miraba inquieto la pared rocosa que se levantaba sobre sus cabezas. Estaba cortada por una profunda hendidura llena de cascajos. En el fondo de la hendidura se veía una senda estrecha que subía en zig-zag. Este era su camino. En la cima —invisible desde abajo— se levantaba la fortaleza de Hircania.
Ya era demasiado tarde para empezar a subir estos montes salvajes a la caída de la noche. Los otros que también habían cruzado en barca tenían intención de pernoctar en la orilla. Empezaron a encender hogueras. La madera no faltaba, pero estaba húmeda. El fuego no quería arder, jirones de humo se arrastraban por el suelo. El mar mandaba sus desagradables efluvios de azufre. Fue allí, en el otro extremo del mar de Asfalto donde hace siglos se rasgó la cortina rocosa y fueron consumidas las dos ciudades pecadoras por el fuego subterráneo. Luego todo fue anegado por el agua. Semejante a una losa oscura ligeramente convexa, la mar hacía de tapa del sepulcro secreto.
Pensaba en esto andando por la playa, blanqueada por las capas de sal cristalizada, en busca de leña para el fuego. Las ramas estaban cubiertas de esmalte salino.
El fuego apenas ardía. No tenían comida. Al llegar al Jordán, José consiguió comprar un puñado de dátiles, pero ya no quedaba ninguno.
—¿Tienes mucha hambre? —le preguntó a Miriam. La voz se le quebró. Había ido antes de hoguera en hoguera implorando que le vendieran algo de comer. Topó en todas partes con una negativa.
—No te preocupes —le dijo ella. Su voz denotaba tranquilidad—. Llegaremos mañana a Belén y allí ya no nos faltará nada.
El hombre suspiró.
—Seguro. Pero antes tendremos que escalar estas rocas. Te espera un gran esfuerzo. ¡Oh Miriam! —explotó con dolor imprevisto—. No soy un buen protector para ti. Tenía que haberlo previsto todo, tenía que haber cogido más provisiones para el camino. Por culpa mía tienes que soportar ahora tantas incomodidades.
Ella extendió la mano poniéndole la punta del dedo en los labios.
—¡Calla! —dijo ella— ¡Calla! Te has dejado abrumar. Estás cansado. No debes hacerte ningún reproche. Porque tú has comprendido...
—¡No! —negó él. El sentimiento de impotencia le ahogaba—. ¡Solo no hubiera podido entender nada y aunque El me lo haya dicho quedan tantas objeciones...! ¡No entiendo! El, tan grande, omnipotente... y te deja a ti...
Cariñosamente ella le acarició la mano.
— ¡Pobrecito...! —díjole—. Créeme —aseguró—. Yo tampoco entiendo siempre...
—¿Tú? ¿Tú siempre tan tranquila...?
—Ambos somos iguales. Gente corriente.
—No, únicamente yo.
—Ambos. Pero a mí eso no me preocupa en absoluto. Incluso me alegra... Cuando nos escogía, sabía cómo éramos...
—No digas eso, Miriam. Yo miro y veo cómo eres.
—Miras con los ojos del amor. Somos iguales. Solo que me es más fácil a mí. La mujer, cuando le ha llegado el tiempo, se olvida de todo, porque piensa en el niño...
De nuevo su mano de adolescente se extendió hacia él tocándole en la mejilla. Era como si alguien vertiera aceite en una herida. La inquietud, la preocupación y la pena se esfumaron.
—¿Podrás dormir? —le preguntó todavía.
—Voy a intentarlo.
Pero cuando quiso acomodarse, en la penumbra aparecieron a su lado dos figuras humanas. José se puso de pie de un brinco preocupado. No eran de los que habían cruzado en el barco con ellos. A unos pasos había dos desconocidos vestidos con túnicas blancas de lino. Uno llevaba colgado del brazo un gran cesto.
—¿Qué queréis? —preguntó José.
El que no llevaba cesto, hizo un gesto como para detener a José.
—No te acerques —le dijo—. Dime, ¿qué hacéis aquí en la costa? Vosotros y aquellos... —indicó con la mano a los hombres sentados cerca de las hogueras.
—Hemos cruzado en barca y seguiremos nuestro camino, cada cual a su ciudad. Supongo que sabéis de la orden real que manda a todos inscribirse en los registros familiares.
—No obedecemos las órdenes de nadie —dijo el hombre orgullosa y severamente—. Somos verdaderos hijos de Sadok, no como aquellos —hizo un gesto con la mano —que pactan con los gojim. Pero el Altísimo nos mandó cumplir las obras de misericordia. Hemos pensado que tal vez tenéis hambre...
—Es cierto. No tenemos comida. Hay tanta gente andando ahora por los caminos...
—Por eso os hemos traído algo —el hombre le hizo una seña a su compañero. Sacó habas del cesto que portaba el otro y se las echó a José en el manto. Luego añadió un puñado de aceitunas. Pero lo hizo de manera para no tocar el manto ni la mano de José.
—Os lo agradezco —dijo—, nos habéis socorrido en un momento de verdadera necesidad. Que el Altísimo os recompense por esta ayuda.
Extendió maquinalmente la mano, pero los dos retrocedieron.
—No nos toques —dijo el varón—. Vivimos alejados, en verdad y en justicia. La paz sea con vosotros.
Se alejaron hacia las otras hogueras.
—Son esenios —le dijo José a Miriam, que miraba el alimento recibido con una mirada un tanto divertida—. Sabía que moraban por aquí al borde del mar, pero nunca había topado con ellos. Viven alejados de la gente, no comen carne, no conviven con mujeres, no tienen hijos. Se oponen a los sacerdotes. Estos les odian también. Antes, en tiempo de los reyes asmoneos, mataron al jefe de los esenios...
—Son caritativos —dijo ella—. Nunca se sabe a quién recurrirá el Altísimo para ayudar... Tenemos que rezar por esta gente.
Recitaron una breve beraká y luego Miriam se dispuso a dormir. José le puso las albardas bajo la cabeza y la cubrió cuidadosamente con el manto. En seguida oyó su respiración acompasada.
Él no tenía intención de dormir. Quería mantener el fuego. Además no le apremiaba el sueño. Había algo en la atmósfera de este sepulcro de pecado, que suscitaba pensamientos y alejaba el sueño. Pensamientos llenos de aprensión y una especie de deseo de huida... ¿Huir de qué? No lo sabía, pero este deseo volvía continuamente.
Las nubes seguían muy bajas, como el techo de una tienda batida por el aguacero. No llovía, pero no se veía ni una estrella en el cielo. El mundo parecía pequeño y calado por el agua. El mar seguía trayendo un olor desagradable.