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La Sombra del Padre. JAN DOBRACZYNSKI. Ed. Palabra, Madrid, 1985, 3ª ed.
Descansan durante la noche
Ahora iban andando por los caminos inhóspitos de la Perea.
El número de los viandantes seguía en aumento. Se oían continuamente gritos hostiles y maldiciones. Aquí ya no se tropezaba con soldados: el rey Ferorás escatimaba pagar mercenarios extranjeros.
La ola humana anegaba el país como una invasión de langostas. Las aldeas estaban alejadas de la carretera. Para llegar hasta ellas había que desviarse del camino. Pero aquí también se tropezaba con pueblos desiertos. Los habitan¬tes, atemorizados por el comportamiento de los viajeros, habían huido a los montes llevando consigo todas sus perte¬nencias. Solo quedaban las casas abandonadas. Los viaje¬ros las ocupaban, encendían fuegos y calentándose en él pa¬saban la noche. Aquí en lo alto del ghor del Jordán las no¬ches eran de nuevo gélidas. Escaseaba la comida. Quienes no habían llevado suficientes provisiones tenían que pasar hambre.
Miriam y José pasaron la noche siguiente en uno de es¬tos pueblos desiertos. A duras penas consiguieron meterse en una casucha abarrotada de gente. No tenían comida. Aunque habían llevado consigo gran cantidad de vituallas para el viaje, Miriam repartió las tortas de cebada a todos los que encontraban sin nada para comer. Cuando José tra¬taba de oponerse, le decía: «No nos preocupemos por el ma¬ñana cuando a nuestro lado la gente pasa hambre. El pája¬ro que encuentra un poco de grano esparcido por el suelo, llama en seguida a sus compañeros, no piensa solamente en él, evidentemente el Altísimo se lo ha enseñado así...»
En el saco quedaba una última torta seca. José se la tra¬jo a Miriam pero ella sacudió la cabeza.
—No tengo hambre, además, en aquel rincón hay una mujer sentada con su hijo. Mira, el niño parece tener ham¬bre...
—Pero tú también...
Ella le sonrió.
—Mi Niño no llora. Pero he visto que ése lloraba...
El niño del rincón lloraba realmente de hambre. Se lan¬zó con avidez sobre la torta que le dieron. José volvió junto a Miriam, se sentaron acurrucados juntos, con la espalda apoyada contra la pared de arcilla. Ya era noche cerrada y todavía asomaban la cabeza por la puerta en busca de aloja¬miento unos recién llegados. En la casa colindante estalló una violenta riña entre los que acababan de llegar al pueblo y los que habían ocupado el sitio antes. Se oían gritos, y to¬do hacía prever que dentro de poco iba a estallar una bata¬lla campal. Pero debieron llegar de alguna manera a un acuerdo, pues las voces alteradas empezaron a acallarse poco a poco.
En el centro de la estancia había un fogón. Se encendió el fuego, la gente sentada alrededor de él decía:
—¡Ojalá Shamael precipite a ese Herodes hasta el fondo del abismo!
— ¡Ojalá no salga nunca de la gehenna!
—¡El y toda su familia!
—¡Maldito infiel!
—¡Ojalá se le muera delante de los ojos su hijo primogé¬nito!
—¡Ojalá lo coman los gusanos!
Afuera la lluvia arreció. Tamborileaba contra el techo formado de ramas recubiertas de arcilla. La arcilla se re-blandeció en algunos sitios y el agua empezó a filtrarse. Caía en goterones sobre el piso de tierra batida. A pesar del fuego, el frío se hacía más intenso. La boca de los presentes exhalaba vapor. José cubrió a Miriam con los mantos de ella y el suyo. Aceptaba sin oposiciones sus cuidados, debía de tener muchísimo frío. Su cara se puso gris, los labios azules. José estaba preocupado por su aspecto. Le trajo un poco de agua caliente de la cacerola puesta al fuego. Bebió unos tragos y luego, sujetando el tazón con ambas manos, se calentaba los dedos. No debía serle fácil esbozar una sonrisa, y sin embargo sonrió y dijo:
—No temas, todo irá bien.
Llegó la noche. La gente dejó de discutir. El frío seguía aumentando; la lluvia, fuera de la ventana, se convirtió en nieve. Los que estaban sentados alrededor del fuego daban cabezadas, pero nadie dormía realmente. La gente dormita¬ba gimiendo y mascullando algo. Se acabó el combustible y el fuego apenas ardía. José cogió a Miriam por los hom¬bros, la apretó contra él y ella apoyó la cabeza sobre sus ro¬dillas.
En medio de la noche le preguntó en un susurro:
—¿Duermes?
—No.
—¿Tienes frío?
—No...
—¿Cómo te sientes?
—Bien, no te preocupes.
En esta noche tan penosa, pasada en un pueblo de la montaña, le hizo por vez primera esta pregunta:
—¿Quién será El que va a nacer?
No alzó la cabeza de sus rodillas. Únicamente susurró:
—El mesías.
—¿Y quién será el mesías? ¿Un hombre como nosotros?
La pregunta iba dirigida mitad a ella, mitad a sí mismo. Ella estuvo un momento sin hablar. Después le dijo en voz baja:
—Será mi Hijo...
Esperó por si decía algo más. Pero ella no añadió nada a sus palabras. Por su respiración regular, supuso que se había dormido. Hizo un esfuerzo para permanecer inmóvil en la misma postura para no despertarla con un movimien¬to brusco.
A la luz vacilante de la escasa lumbre, veía su cara. A pesar de las huellas de cansancio, qué bonita era. Irradiaba paz, pureza, bondad, entrega. Mientras la miraba, su cora¬zón se hinchaba de un inmenso cariño. La quería con locu¬ra. Pero acompañando esta ola de amor asomó un atisbo de resquemor. Daría a luz al mesías... Para enviarlo, el Altísi¬mo se la había quitado... No era la primera vez que este pen¬samiento le asaltaba. Aparecía de repente como una flecha volando. Lo rechazaba, pero volvía. Y ahora aprovechándo¬se de las horas de insomnio se presentaba de nuevo. Se insi¬nuaba como una serpiente en la entrada de un agujero es¬trecho. Le decía: Podríais haber sido la pareja más feliz... Ninguno de vosotros espera maravillas de la vida. Amán¬doos no necesitábais de nada. Con vuestro amor habríais servido al Altísimo y pregonado Su grandeza... Sin embar¬go, Él ha preferido meterse entre vosotros...
Aquella noche se sentía débil. Una añoranza sucedía a otra añoranza, como una ola del mar sigue a otra contra la rompiente. Era como si el viento que azotaba con lluvia y nieve las paredes de la casita irrumpiera en su herida con cada acometida. En algunos momentos le parecía oír una burla en el ulular del viento.
Intentó luchar, pero el viento extraía de él los pensa¬mientos más íntimos, los sentimientos más ocultos, le vol¬vía a abrir las heridas no cicatrizadas del todo, se sentía co¬mo zarandeado por una tormenta que derribase las pare¬des. Un adversario invisible lo abrumaba con palabras, riéndose luego triunfalmente. Le echaba en cara: «¿Para qué has esperado? ¿Qué ha sido de tu esperanza? ¿Para qué te han servido tus renuncias?».
Mordiéndose los labios trataba de rezar. Pero lo único que podía hacer era repetir: «Señor quiero lo que Tú quie¬ras... Hágase Tu voluntad... Quiero, quiero...»
De repente tuvo la sensación de que una mano suspendi¬da sobre su cabeza trataba de aplastarle. Se estremeció. Era demasiado joven para pensar en la muerte. Pero en aquel mismo instante le pareció que ella se le hacía más cercana...
Miriam se movió sobre sus rodillas. Levantó la cabeza, abrió los ojos, le miró. Sus labios pálidos esbozaron una sonrisa. Dijo en voz baja, como si prosiguiera la conversa¬ción con José...
—Mi Hijo...
De nuevo cerró los ojos, apoyó la frente sobre las rodi¬llas de José, su respiración volvió a ser la de una persona dormida. Aunque totalmente entumecido, continuó senta¬do sin moverse.
Al cabo de un momento se dio cuenta de que el viento había dejado de sacudir las junturas de la casa. Se había acallado como pisoteado. Ya no se oía su risa. También ha¬bía dejado de llover. En la estancia reinaba el silencio en el que solo se oía la respiración de los dormidos. Las horas volvían a transcurrir despacio. Pero las añoranzas ya no le laceraban el corazón.