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19 diciembre 2024

La Espera: del 17 al 25

La Sombra del Padre. JAN DOBRACZYNSKI. Ed. Palabra, Madrid, 1985, 3ª ed.

Las etapas debían ser cortas, el camino se alargaba. Al segundo día bajaron a la cuenca del Jordán. El frío dejó pa¬so a una humedad sofocante. Después de las últimas llu¬vias, el río venía muy crecido. Bajaba rápido, turbio y ame¬nazador. El vado superior, cerca de Pella, se cruzaba nor¬malmente, sin dificultad. Esta vez, sin embargo, había de ser una verdadera hazaña. La multitud se arremolinó en la orilla.
José temía que el burro que llevaba en la grupa a Mi¬riam pudiera caer, tirado por el ímpetu de la corriente. Por si acaso, le despojó de toda la carga. Sujetándole por las riendas muy cortas trató de hacerle entrar en el agua. Pero el animal, asustado por el ruido del agua y los chillidos de la gente, apoyó las patas y se negó a dar un paso. Levantó el palo para pegarle. Miriam lo detuvo. Le dio unas palmaditas en el cuello, le habló en voz queda y el animal, aunque temblando, se decidió a entrar en el agua.
Sujetándose a una soga que había sido lanzada de una a otra orilla, manteniendo a Miriam con el hombro, proban¬do con cuidado cada paso, cruzaba lentamente el río. Bajo los pies tenía unas piedras resbaladizas, movidas por la co¬rriente rápida. El agua estaba muy fría. La gente delante y detrás de él se caía, se debatía, adelantaba echando tacos. Temblaba al pensar que Miriam podía caerse. Ella apoyó la mano confiadamente en su hombro y se agarraba instinti¬vamente a cada tropiezo de la montura. Pero no dio mues¬tras de inquietud en ningún momento. A pesar de la fati¬ga soportada, siguió siendo la de siempre: tranquila y se¬rena.
Cruzaron felizmente el Jordán. Pero Miriam estaba ca¬lada y era menester que se secara la ropa antes de prose-guir el viaje. José encendió fuego.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó preocupado.
—Perfectamente —le tranquilizó ella—. Ya hemos cru¬zado el primer vado.
—Tiemblo al pensar cómo va a ser el vado inferior. Es siempre más difícil y el agua no va a decrecer en dos días.
—¿Por qué te preocupas antes de tiempo? —dijo ella—. No te angusties con suposiciones. El Altísimo no dejará de velar.
Asintió con la cabeza, pero no dijo ni una palabra. Como un relámpago, pensó: ¡Él está velando, pero sin embargo no quiere ahorrarme-ningún trabajo! Como si adivinara sus pensamientos, dijo ella:
—No ocurrirá nada que pueda estar en contradicción con Su voluntad. Él está velando y ayudando. A todos... Pe¬ro deja que nos afanemos para que pongamos la confianza en El.
—Me preocupa, sin embargo —dijo él—, que llegues a agotarte.
Sintió sobre su brazo la caricia de su mano.
—El conoce también mi cansancio.
—¿Tal vez no quería que emprendiéramos este camino?
Ella le sonrió.
—Los hombres no son más que hombres, pueden equi¬vocarse. Pienso a menudo que Le gusta enderezar los erro¬res humanos...
No dijo nada más. En su cara apareció una expresión de profundo gozo. Desde que la tenía a su lado, le notaba a me¬nudo esta especie de arrobamiento en algo que estaba en ella, y que tenía que ser para ella la mayor felicidad.
Descansaron un poco. Cerca de ellos se reunió un grupo de hombres. Ellos también encendieron una hoguera, grita¬ban, vociferaban, bebían. De nuevo se les escuchaban pala¬bras groseras, que llegaban hasta Miriam. La expresión de dicha reflejada en su cara se apagó. Hizo un gesto de dolor como si la hubieran golpeado.
Iré a tranquilizarles —explotó José al verlo.
—No, no —se opuso ella—. No te escucharán o para mo¬lestar dirán incluso cosas peores. Si supieran... Es mejor que prosigamos nuestro camino.
—No has descansado, no estás seca...
—Estoy casi seca. Lo demás se secará por el camino.
Después de alejarse un buen trecho, preguntó ella:
—¿Conoces alguna beraká que se rece por quienes pe¬can de palabra?.
—Es probable que no exista ninguna.
—Entonces hagamos una, pues hay que rezar mucho por estas personas.
No era la primera vez que acudía a él para componer una nueva oración. Le rogaba: «inventa las palabras para que recemos por Sara, que perdió ayer una moneda y está desesperada. Por el pequeño Nekon, que se rompió la pier¬na y está triste... Por el pagano ése que le pegó a Joas... Por aquella mujer pagana, cuya hija está tan enferma...» A José nunca le parecían mal estas peticiones. Pero él, aunque por naturaleza estaba lleno de benevolencia para con todos, no siempre conseguía componer una oración de inmediato por alguien que le había ofendido. Tenía que tranquilizarse pri¬mero. Para Miriam, la primera respuesta ante cualquier da¬ño que los demás le hicieran era un deseo de rezar por los causantes de este dolor. Cuando él consideraba esto, aumentaba su convencimiento de que era esposo de una muchacha poseedora de una extraordinaria piedad. Dentro de él resonaba una especie de voz que decía «Esto no es pa¬ra mí. Soy un hombre sencillo. ¡Yo quiero un amor humano corriente!». Pero ahogaba inmediatamente esta objeción. Sabía que si Miriam era distinta de todas las demás mucha¬chas que había visto en su vida, también el amor que él le tenía era distinto del amor de cualquier hombre incluso por la más hermosa de las mujeres.