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18 diciembre 2024

La Espera: del 17 al 25

La Sombra del Padre. JAN DOBRACZYNSKI. Ed. Palabra, Madrid, 1985, 3ª ed.

Primera etapa del viaje hacia Belén
Cerró la puerta, puso el pasador y lo sujetó con una cla¬vija. Se puso en marcha bajando con el burro cargado. Cleofás le acompañaba. Miriam los seguía con su hermana. De detrás de las espaldas de los hombres llegaban las voces de las mujeres. La mayor aconsejaba a la más pequeña.
—No sé si haces bien yendo a Belén —decía Cleofás—. Y además llevas a Miriam contigo. No quisiera reñirte, pero me parece una ligereza...
Con una mano apoyada en el lomo del burro contestó:
—Sé que nos aprecias. Reconozco que me marcho con aprensión... Pero lo hemos discutido Miriam y yo. A ella también le parece que lo correcto es cumplir con la orden del rey. Además, soy el mayor de la estirpe. Debería estar inscrito en el libro de familia. Y mi Hijo si naciera... De he¬cho él debería ser el dueño de la campa.
—¿Te habrán dejado algo? —en la voz de Cleofás sonaba la duda.
—Mi padre me dejó el campo de David. Es una pequeña parcela.
—Que no te engañen al menos. Perdóname que te lo di¬ga, pero la gente de tu linaje...
—Hablas con el corazón. Ninguna estirpe está libre de pecado...
—¿Pero no te quedarás en Belén?
—Ahora no. Ya que están atemorizados... Creo sin embargo, que después de cierto tiempo nos iremos allí y nos quedaremos para siempre.
—Haz lo que te parezca. Eres prudente y la bendición del Altísimo está sobre ti. ¿Nos veremos entonces dentro de poco?
—Así lo creo.
—¿Por qué no has cogido ninguna ropita para el Bebé? —oyó que la mujer de Cleofás le pregunta a Miriam.
—Vamos con la familia de José. Si hace falta, me darán sin duda algo para envolverlo. No quería sobrecargar de¬masiado al borriquito. José ha cogido alguna que otra he¬rramienta. El pobre animal tendrá que cargar también con¬migo...
Cleofás y su mujer les acompañaron hasta la carretera. Luego Miriam se montó sobre el asno. José cogió las rien¬das en la mano. Se volvieron otra vez y agitaron la mano en señal de despedida. Los otros le contestaron con el mismo gesto.
Cuando la figura de su cuñado desapareció tras el reco¬do, José sintió en el corazón una punzada de intranquili-dad. Se le presentó ante los ojos su último viaje: el calor y el cansancio del camino, los páramos que había de atravesar, vadear el río, el ataque de los bandidos... El recuerdo de to¬do esto le había llenado de pavor durante los largos días, y aún más largas noches, cuando Miriam se fue a casa de Isa¬bel. Ahora se enfrentaba con lo mismo y no iba solo. Las noches de comienzos de primavera eran glaciales. Durante el día caían unas tormentas violentas, tanto más violentas, cuanto que estaban llevadas en las alas de un viento impe¬tuoso llamado qaddim, que soplaba en esta época. Miriam no se quejaba de nada, y sin embargo todo parecía indicar que el momento del parto estaba próximo. No podían cami¬nar deprisa. Había que evitar el pernoctar al raso. Sabía que tendría que apartarse del camino, para buscar aloja¬miento en los poblados cercanos. Si durante la noche se presentara repentinamente su hora, Miriam necesitaría te¬ner a una mujer cerca.
Los bandidos le inspiraban menos miedo. El decreto real había dado lugar a que los caminos estuvieran llenos de gente. Cuando llegaron a la ruta principal, que sin pasar por Samaria llevaba a Judea, se encontraron en medio de una multitud de viajeros. Muchos judíos se habían asenta¬do en Galilea y otras regiones más lejanas. Ahora volvían a su lugar de nacimiento. Una masa ingente de personas se había puesto en camino. Los grupos se sucedían. Cami¬nando se quejaban de Herodes, lo maldecían. Pero callaban enseguida, en cuanto se cruzaban con alguna patrulla de soldados del rey. Para evitar revueltas, Herodes había man¬dado vigilar los caminos. Los soldados iban a caballo. Eran hombres altos, fuertes y rubios, mercenarios germanos, tracios o griegos, que después de terminar su servicio en el ejército romano, se enrolaban al servicio del rey judío... Cuando se acercaban, todos bajaban la cabeza y caminaban en silencio. En cuanto desaparecían, las maldiciones y las imprecaciones brotaban con nuevos ímpetus. Gritaban: ¡Muera Herodes! ¡Mueran los idumeos! ¡Mueran los impu¬ros! La gente se excitaba con estos gritos. Además, los habi¬tantes de Galilea eran conocidos por su terquedad. Vivien¬do entre paganos, tenían que ocultar sus sentimientos. Pero aquí, en la carretera donde solo había judíos, los sentimien¬tos reprimidos se manifestaban con toda su fuerza.
Esta enorme multitud vociferante, que crecía de día en día, invadía por la noche el pueblo o poblado que encontraba en su camino. Todos los espacios libres eran inmediata¬mente ocupados. Cuando se detuvieron el primer día para pernoctar en una aldea cercana a Scitópolis, José se dio cuenta de las dificultades que tendría que sobrellevar du¬rante el resto del trayecto. Cuando llegaron a la aldea, to¬das las casas estaban repletas de viajeros. Los viajeros se comportaban sin miramientos. Era impensable que alguno estuviera dispuesto a ceder ni siquiera un trozo del espacio que ocupaba. Los que llegaban primeros rechazaban a los que aparecían más tarde. Se gritaban maldiciones e impre¬caciones. La fuerza y el dinero lo decidían todo. La presen¬cia de una mujer no movía a nadie a ser más correcto. Los hombres bebían y, borrachos, hablaban delante de Miriam con palabras soeces.
Mientras tanto había llovido. Un agua helada había caí¬do a cántaros del cielo, el viento ululaba, la tierra se con-virtió en un barrizal. Después de largas discusiones, José consiguió convencer al dueño de una de las casas para que le dejara pasar con Miriam a un pajar repleto de gente. El dueño le exigió por este resguardo una suma bastante alta. «Tengo que cobrarlo de vosotros —explicaba con tono lloroso— porque ¿quién me va a pagar todos los daños oca¬sionados? Mira la que arman, pisan, pisotean, lo destrozan todo, cogen lo que quieren sin pedirlo. Me han sacado el vi¬no de la bodega y se lo han bebido todo. Se han metido en la despensa. Pero intenta decirles que paguen. ¡Se burlan y te dicen que lo pague Herodes! Y si no les das, son capaces de matarte... Por eso tengo que cobraros a vosotros, aunque veo que eres honrado...»
José miraba espantado lo que ocurría a su alrededor.
¿Eran los mismos campesinos y artesanos galileos con los que había tratado tantas veces? Siempre le habían parecido educados, bondadosos y piadosos. Ahora eran personas to¬talmente distintas. El dueño tenía razón: cogían la comida y el vino sin pedirlo, y aprovechaban la oportunidad para destruirlo todo. Cuando no tenían leña para encender el fuego, arrancaban la valla. Exigían que los moradores de la aldea les sirvieran. Llamaban al dueño para que les manda¬ra a sus hijas porque querían divertirse con ellas. Se oían las palabras más obscenas. A duras penas pudo retener a Miriam, que quiso abandonar el pajar para no escuchar es¬to. Cuando la hubo convencido por fin de que no podían pa¬sar la noche bajo la lluvia, se envolvió hasta la cabeza en el manto y se echó sin decir palabra. Se apretó contra él y él sentía cómo le temblaba todo el cuerpo.