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La Sombra del Padre. JAN DOBRACZYNSKI. Ed. Palabra, Madrid, 1985, 3ª ed.
—Miriam —empezó tímidamente.
Dejó lo que estaba haciendo y se acercó al taller.
—¿Necesitas algo José?
—No sé si lo has oído... Esta mañana un mensajero leyó en la ciudad un decreto real...
—Oí la trompeta, pero no bajé. ¿De qué se trataba?
—Proclamó la orden, de que todos, en este mismo mes, se presenten en su lugar de nacimiento para inscribirse en los libros de familia.
—¿Para qué tienen que inscribirse?
—La inscripción será equivalente a prestar juramento de obediencia al emperador romano.
—¿A ti que te parece?
—A mí me parece que no hay por qué indignarse como lo hacen algunos... Nuestros propios reyes solicitaron anta¬ño la protección de Roma. Los Romanos son paganos. Pero no nos imponen sus dioses. Nos permiten vivir en nuestra fe y nuestras costumbres. Gracias a ellos se acabaron las guerras...
—Si nos protegen de las guerras, nos han dado mucho...
—Apoyan al rey Herodes, y él, en agradecimiento, ex¬horta a prestar este juramento. El rey Herodes es odiado por todo el mundo aquí...
—¡Cómo debe de dolerle, si sabe que está rodeado de se¬mejante odio! El hombre odiado por los demás se convierte muchas veces en malo por culpa de este odio.
—Sin embargo él, ya lo sabes, mandó colocar un águila en la pared del Templo. Cogió el oro de la tumba del rey Da¬vid. Mando ejecutar a la reina Mariamme, y luego a sus hi¬jos...
—Puesto que ha hecho tantas cosas malas, hay que rezar mucho por él...
Se calló un momento. Había oído decir más de una vez que había que rezar para que el Altísimo castigase a Hero¬des por sus crímenes. Sin embargo, el deseo de su mujer de rezar por el rey malvado le parecía mejor, aunque nunca había sido él el primero en decirlo. De nuevo tuvo la sensa¬ción de que era ella quien le llevaba por un camino a la vez audaz y cautivador.
—¿Entonces consideras que debería ir a Belén? —preguntó.
—Puesto que lo exige el decreto real...
—Pero acuérdate de que te di je que mi hermano Seba vi¬no a verme y me aconsejó que no volviera a Belén. Ellos es¬tán continuamente asustados.
—¿Con razón?
—A mí me parece que son temores infundados.
—Has respetado su voluntad mientras no existía este decreto. Si no vas a Belén, te vas a exponer a la ira de los funcionarios reales. Atraerás todavía más la atención sobre ti.
—He pensado lo mismo. Pero no puedo dejarte aquí sin protección.
—No estoy sin protección. Tengo a mi hermana. Pero pienso que no estaría mal que yo fuera contigo...
—¿Tú? ¿Conmigo? ¡Es imposible! Un camino tan largo. Y la estación se ha adelantado demasiado para viajar. ¿Y qué ocurriría si durante el camino se produjeran algunos disturbios? La gente se rebela, se opone, protesta contra Herodes. ¿Y si se diera entonces la contraseña para el le¬vantamiento?
—Del dicho al hecho va un trecho. Soy fuerte y no temo las dificultades del viaje. Y pienso que vas a tu pueblo na¬tal, creo que deberías llevarme contigo para presentarme a los tuyos...
— ¡Pero tu estado, Miriam!
Normalmente, cuando tocaba este tema, se expresaba como si mencionaran un tesoro de gran valía que estaba en la casa, del que no convenía hablar en voz alta.
—No tengo miedo —repitió ella.
—¿Y si El necesita —dijo ella— nacer en tierra de Sus padres?
Sonó como una pregunta, pero había tanta convicción en la voz de Miriam, que él dejó de oponerse tomando sus palabras como una decisión, a la que estaba dispuesto a so¬meterse. Se sintió conmovido de que quisiera entregar con tanta confianza el Niño que iba a nacer bajo la protección de su estirpe.
—Puesto que piensas así —dijo—, nos pondremos en ca¬mino. Habrá que salir cuanto antes. Pasado mañana mis¬mo. Durante el día de mañana podrás preparar la comida para el viaje y yo terminaré los trabajos encargados. No quisiera dejarlos sin terminar.