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11 septiembre 2026

FILIACION DIVINA

I. Generosidad de Dios, que ha querido hacernos hijos suyos.

Escribe San Pablo a Timoteo y, abriéndole confiadamente su corazón, le cuenta cómo el Señor se fió de él y le hizo Apóstol, a pesar de haber sido blasfemo y perseguidor de los cristianos. Dios -le dice- derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano. Cada uno de nosotros puede afirmar también que Dios ha derramado abundantemente su gracia sobre él. Dios nos creó, y luego ha querido darnos gratuitamente la dignidad más grande: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su propia familia.
La filiación divina natural se da en Dios Hijo: “Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos..., engendrado, no hecho; consustancial al Padre”. Pero Dios quiso, a través de una nueva creación, hacernos hijos adoptivos, partícipes de la filiación del Unigénito: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos; ha querido que el cristiano reciba la gracia, de modo que goce de una participación de la naturaleza divina: Divinae consortes naturae, dice San Pedro en una de sus Epístolas. La vida que reciben los hijos en la generación humana ya no es de los padres; en cambio, por la gracia santificante, la vida de Dios se da a los hombres. Sin destruir ni forzar nuestra naturaleza humana, somos admitidos en la intimidad de la Trinidad Beatísima por la vía de la filiación, que en Dios se da a través del Unigénito del Padre. Toda la vida queda afectada por el hecho de la filiación divina: nuestro ser y nuestro actuar. Y esto tiene múltiples consecuencias prácticas, por ejemplo: la oración será ya la de un hijo pequeño que se dirige a su padre, pues descubrimos que Dios, además de ser el Ser Supremo, Creador y Todopoderoso, es verdaderamente Padre Amoroso de cada uno; la vida interior no es ya una lucha solitaria contra los defectos o para “autoperfeccionarse”, sino abandono en los brazos fuertes del Padre... y deseo vivo que se traduce en obras de dar alegrías a nuestro Padre Dios, de quien nos sabemos muy queridos.
Todos los cristianos podemos decir verdaderamente: Dios derrochó su gracia en mí; nos engendró a una nueva vida en Cristo Jesús; por ella nos hacemos semejantes a Cristo, y en esa medida somos hijos del Padre. Y es precisamente el Paráclito el que nos enseña incluso sin que nos demos cuenta esta grandiosa realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús como Hijo de Dios y que también nos reconozcamos a nosotros, no como extraños, sino como hijos, y que obremos en consecuencia. Santo Tomás de Aquino resume esta dichosa relación con la Trinidad Santísima, con estas breves palabras: “la adopción, aunque pertenezca a toda la Trinidad, se adscribe al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplo, al Espíritu Santo como a quien imprime en nosotros la semejanza a ese ejemplo”.
Esta realidad da a la vida una especial firmeza y un modo peculiar de enfrentarnos a todo lo que lleva consigo. “Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre ¡tu Padre! lleno de ternura, de infinito amor.
“ Llámale Padre muchas veces, y dile a solas que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo”. Dios es nuestro descanso y la fuerza que necesitamos.
F.F. CARVAJAL