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ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA (1 de 2)
Nos sucede que andamos siempre buscando la alegría. Es natural: para ser felices, para estar siempre alegres hemos sido creados. Pero la alegría no es como una cosa en sí, que pueda hallarse sola, sin soporte o referencia. La alegría es el sosiego (activo) de un alma que ha encontrado su plenitud, saciadas sus ansias de amor y de verdad. Un alma sin verdad y sin amor es vacío: aridez oscura, inquietud enervante.
Por ello, cuando se vive de amor de Dios, la alegría es inefable y nunca acaba. Los más alegres son los que más cerca de Dios están. No hay que darle más vueltas. La criatura más cercana a Dios ha de ser la más alegre.
De ahí se infiere rigurosamente que la cria¬tura más alegre es la Virgen María. Si Ella es la Llena de gracia —llena de Dios— es también la llena de alegría. Y lo mismo que desborda su gracia, esparce a su paso la alegría. Estar cerca de la Virgen es vivir dichoso.
Cuando la Virgen supo por el Arcángel que iba a ser Madre de Dios, tuvo noticia de que Isabel se hallaba encinta. Y en ello vio en seguida una ocasión, una llamada a servir, y se apresuró a cruzar las montañas. Refiere San Lucas que, al entrar en casa de Zacarías, «sucedió que, al oír Isabel el saludo de María, el niño que llevaba en el seno dio saltos de alegría». Aquella criatura, incapaz de razonar, se estremeció de gozo.
¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las tinieblas ceden el paso a la luz; la inquietud se sosiega; la esperanza y el amor se encienden; la vida entera se viste de colores nuevos; el paisaje se llena de encanto; la mirada queda absorta, la mente se admira, el corazón se dilata. ¡No es lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario que no rezarlo...
El Beato Alonso de Orozco —escritor maria¬no del siglo XVI— llama a la Virgen Paraíso de Dios abreviado. ¡Paraíso de Dios! «Jardín ce¬rrado», dice la Escritura: lugar de delicias, lugar de reposo. Porque todos los bienes creados se hallan resumidos —abreviados— en María Santísima. Todo aquello por lo que suspiramos los humanos está en Ella. ¿Buscas la alegría? en María. ¿Buscas la fe y la esperanza? En María las tienes. ¿Buscas a Dios? Dios está en Ella: en María. ¿Buscas la fe y la esperanza. En María las tienes. ¿Buscas a Dios? Dios está en Ella: Dominus tecum. Paraíso de Dios abreviado. Más que Ella sólo Dios.
Una mirada a la Virgen, en medio de la agi¬tación de la jornada, cuando quizá arrecia la contradicción, o la tensión se agudiza, es como un sedante que relaja el espíritu y confiere nuevas fuerzas; porque nos eleva a ese plano sobrenatural donde se ven las cosas a la luz de Dios y se comprende que todas las cosas son para bien, como escribía San Pablo. El rostro, sonriente siempre, de la Virgen, nos ayuda a ver que no hay mal que mil años dure; y que si nos abrazamos a la Cruz, encontraremos a Jesús y al Padre y al Espíritu Santo, y saborearemos ya el anticipo de la resurrección gloriosa, la alegría de sabernos corredentores con Cristo. Y ya la Cruz no pesará, porque será la suya y la llevará El.
Esto es lo que sostuvimos al hablar de las «miradas» a la Virgen: que es imposible mirarla sin acabar sonriendo. Es tal el encanto de la sonrisa de nuestra Madre que no hay amargura capaz de impedir que brote la nuestra al contemplarla. Una persona que vive cerca de la Señora goza de una sonrisa permanente, al menos en el corazón.
Qué importante es a veces una sonrisa. Tengo para mí que una sonrisa puede cambiar sustancialmente el curso de la historia.
En el Panteón de los Reyes de San Isidoro de León hay una talla de un Cristo en la Cruz (copia de otra del siglo XIV) que goza de una sonrisa encantadora. En efecto, «tú y yo no lo vemos retorcerse, al ser enclavado: sufriendo cuanto se pueda sufrir, extiende sus brazos con gesto de Sacerdote eterno». Y sonríe —en medio de su inconmensurable dolor— a su Madre y al Discípulo amado, y a aquel criminal que llega a ser bueno por la contrición y que también está en una cruz; y nos sonríe a todos los hombres. Su aceptación amorosa de la amargura de la muerte es lo que hizo de su cruz un Altar y de su muerte un Sacrificio.
Pues, como Cristo en su cruz, nosotros en la nuestra, que la alegría en la tierra —enseña el Fundador del Opus Dei— tiene sus raíces en forma de cruz. Sólo allá en el Cielo la alegría es sin sombra, sin límites, para los que hayan sabido sonreír aquí en la tierra, aun en medio del dolor, de la enfermedad, de la contradicción. Si pretendiéramos en la tierra una felicidad absoluta, sufriríamos más e inútilmente.
Los que viven despreocupados de sí y ocupados en Dios y en las cosas de Dios (los asuntos humanos nobles, son también cosa de Dios), sonríen siempre. Siempre es posible sonreír, hasta en el momento de la muerte. Yo conocí a un chico que murió a los diecinueve años —Willy le llamaban—, tras una dolorosa enfermedad. Tenía siempre ante los ojos una imagen de la Virgen, y siempre sonreía. Murió mirando a la Virgen, sonriendo. Y, como él, tantos. Las cosas que ponen de mal humor a los paganos no pueden, no deben robar la sonrisa a un cristiano que se sabe hijo de Dios.
«La alegría es un bien cristiano. Unicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aun entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado.
»Estas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar...».
Con la Confesión sacramental, los hijos de Dios tenemos asegurada la sonrisa.
ANTONIO OROZCO