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11 agosto 2026

LA OVEJA EXTRAVIADA

I. Dios nos ama siempre, también cuando nos extraviamos.
Leemos en el Evangelio de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al corazón humano. Un hombre que tiene cien ovejas -un rebaño grande- pierde una de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros gozoso hasta devolverla al redil.
¡Tantas veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.
Ninguna de las ovejas recibió tantas atenciones como ésta que se había descarriado. Los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son abrumadores. ¿Cómo no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. «Jesús, nuestro Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre; dignidad grande del hombre así buscado por Dios!».
Contamos siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos mantiene en la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa». No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente, fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el Señor no quiere para quienes le siguen.
F.F. CARVAJAL