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MIRADAS, SONRISAS Y BESOS (2 de 3)
«¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas».
Besar a la Virgen: es uno de los grandes de¬seos connaturales del cristiano. Si la madre se comería a besos al niño, el niño se comería a besos a su madre. Y como el hijo de Santa María, aquí en la tierra, no puede hacerlo como quisiera, besa sus imágenes, besa sus estampas.
Besar el altar —que representa el Cuerpo de Cristo—, el misal —la palabra de Dios—, el crucifijo, debe hacerlo el sacerdote según el rito litúrgico: es manifestación de amor a lo que tales objetos significan. Los humanos necesitamos de esas manifestaciones externas de los afectos que alberga el alma, también para alimentarlos y llevarlos a mayor perfección.
Cuando besamos una imagen de la Virgen, se conmueve nuestra Madre. Nos la comemos un poquito, la hacemos más nuestra, adquirimos como un nuevo título de propiedad sobre Ella, nos hacemos más suyos, nos la ganamos más, si es posible hablar así; pasa a formar parte más importante de nuestro propio ser, a ocupar un lugar más espacioso en nuestro corazón. Se enciende el amor. Se consigue la meta.
Y los niños, cuando no alcanzan —tan pequeños son— la imagen, hallan el oportuno recurso: ponen el beso en la palma de su mano, y soplan hacia la Madre su cariño. Siempre alcanza su destino; la Virgen sonríe y premia el delicado gesto con un copioso caudal de gracias. Sin que nadie lo note, Ella —que nunca se deja ganar en generosidad— pone también un beso en la frente del niño y lo hace más suyo; lo aprieta más contra su Corazón Dulcí¬simo; le protege de modo particular, le presta su fortaleza y le hace —en poco tiempo— un hombre, robusto por dentro, capaz de vencer las batallas más duras frente a los enemigos de su fe, de su pureza, de su amor a Dios, de su perseverancia en el camino hacia la Alegría eterna.
Leo en Camino: «A veces nos sentimos inclinados a hacer pequeñas niñadas. Son pequeñas obras de maravilla delante de Dios, y, mientras no se introduzca la rutina, serán desde luego esas obras fecundas, como fecundo es siempre el Amor». «La infancia espiritual no es memez espiritual, ni 'blandenguería': es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios».
Cierto día —de esto no hace aún mucho tiempo—, alguien pensó que gozaría postrándose a los pies de la Virgen, para mostrarle así su gratitud inmensa, su incondicional entrega, su afán de servirla siempre. Rendido estaba a la voluntad de esta Reina que le enamoraba. Y lo hizo con el pensamiento. Y, hallándose así postrado, advirtió la albura, la delicada forma, la hermosura y perfección de los pies de la Señora, él, que siempre sonreía indulgente cuando, en la lectura de las Sagradas Letras, hallaba estas palabras: « ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! ». Ahora comprendía que podían ser extremadamente hermosos unos pies, y suscitar el deseo invencible de comérselos a besos. ¡Y lo hizo!, lo hizo con el pensamiento. Y en sus labios —los del espíritu— quedó todo aquel día un gratísimo sabor a miel y a panal.
Las madres también se comen a besos los piececillos de sus niños mientras éstos gozan y se desternillan de risa. Cómo comprendió nuestro amigo aquel teresiano «muero porque no muero», que aquí el morir es entrar en la Vida y ver a Dios y a la Virgen tal como son, cara a cara, según el decir de los Apóstoles Juan y Pablo.
Pues bien, nuestro amigo le decía a la Madre: «te comería a besos los pies», y ambos se desternillaban de risa. El tiempo se pasaba sin sentir. Cobraban un matiz peculiar, encantadoramente divertido y profundo, las palabras de la Escritura: «El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed. El que me escucha no fracasará, el que me pone en práctica no pecará».
Dice también el pueblo llano cuando canta a la Aurora:
Frente a frente de mí, Soberana, en rica peana tu imagen se ve. ¡Cuántas veces, con dulce embeleso, un cándido beso estampo en tus pies!
Y estos versos me recuerdan, por cierto, aquellas cosas que el amigo del que estoy hablando, le dice a la Inmaculada cuando se encuentra cierta imagen suya, de ojos rasgados y naricilla respingona, que recuerda un poco al gótico y otro poco al románico, mientras le besa la mano, que para ello parece estar:
¿No es verdad, Hermosa mía, que estoy respirando amor?
Tengo para mí que si Zorrilla levantara la cabeza, sonreiría indulgente y no acusaría a nuestro amigo del flagrante plagio, antes bien comprendería, supongo, que un cristiano por fuerza ha de respirar amor, amor del bueno, del que no da vergüenza. Triste cosa sería que no lo percibiera o que otra cosa respirara.
Pero acabemos ya con nuestro amigo, contando que en otros momentos desearía ser un poderoso rey, de corona muy grande y muy rica, para postrarse a los pies de la Señora, rendirle su vasallaje y su corona, y ofrecerle todo el oro de la tierra, y las piedras preciosas que esconden los mundos recónditos del universo. Entonces advierte que la Virgen le mira con indecible ternura y le susurra al oído que lo que Ella espera de él no es oro ni plata, ni piedras preciosas, sino un corazón enamorado en el que encuentre cabida la gracia de Dios, y —en consecuencia— Dios, y —de un modo inefable— Ella. Y así comprende que lo más emocionante para la Reina del Cielo y de la tierra es que él se manifieste como hijo, para poder Ella mostrarse como Madre.
Ciertamente, María, más que cualquier otro título, ansia el de Madre. Y así, sin duda, sin despreciar los otros —que a menudo son vereda por la que campean a sus anchas y se encienden los más nobles sentimientos—, con preferencia, llamaremos a la Virgen: ¡Madre!
ANTONIO OROZCO