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I. Fe con obras.
Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor... No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame. Tomás no estaba presente cuando se apareció Jesús a sus discípulos. Y a pesar del testimonio de todos, que le aseguraban con firmeza: ¡Hemos visto al Señor! este Apóstol se resistió a creer en la Resurrección del Maestro: Si no veo la señal de los clavos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré
Ocho días más tarde, el Señor se apareció de nuevo a sus discípulos. Tomás está ya entre ellos. Entonces Jesús se dirigió al Apóstol y, en un tono de reconvención singularmente amable, le dijo: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Ante tanta delicadeza de Jesús, el discípulo exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Era un acto de fe y de entrega. La respuesta de Tomás no fue una simple exclamación de sorpresa, era una afirmación, un profundo acto de fe en la divinidad de Jesucristo. ¡Señor mío y Dios mío! Estas palabras pueden servir como una espléndida jaculatoria; quizá nosotros la hemos repetido muchas veces en el momento de la Consagración o al hacer una genuflexión ante el Sagrario. En ese acto de fe también nosotros queremos decirle a Jesús que creemos firmemente en su presencia real allí y que puede disponer de nuestra vida entera.
Nosotros no vemos ni tocamos las llagas sacratísimas de Jesús, como Tomás, pero nuestra fe es firme como la del Apóstol después de ver al Señor, porque el Espíritu Santo nos sostiene con su constante ayuda. «Y -comenta San Gregorio Magno- nos alegra mucho lo que sigue: Bienaventurados los que sin haber visto creyeron. Sentencia en la que, sin duda, estamos incluidos nosotros, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree».
Cuando estemos delante del Sagrario, miremos a Jesús, que se dirige a nosotros para fortalecer la fe, para que ésta se manifieste en nuestros pensamientos, palabras y obras: en el modo de juzgar a otros con un espíritu amplio, lleno de caridad; en la conversación que anima siempre a los demás a ser personas honradas, a seguir a Jesús de cerca; en las obras, siendo ejemplares en terminar con perfección lo que tenemos encomendado, huyendo de las chapuzas, de los trabajos y obras mal acabadas. «Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: Mete aquí tu dedo, y registra mis manos (...); y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre -con tu auxilio- voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad».
F.F. CARVAJAL