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24 junio 2026

JOSÉ. Nace Jesús

Nace Jesús
José salió de la gruta. Se detuvo, echó una mirada a su entorno. Era aún de noche, el cielo estaba despejado y lleno de estrellas. De esta multitud de puntitas brillantes caía sobre la tierra una cascada de resplandor. El espacio estaba entretejido de una especie de bruma plateada. Los montes aparecían en la lejanía como pintados de plata. Un silencio profundo se extendía sobre las rocas y las praderas ondula¬das. A José le parecía que no era el mismo silencio nocturno de cuando duermen todos. Tenía justamente la sensación de que nadie dormía, pero que todos, la tierra, la gente e incluso los animales velaban en una extraña tensión. La tierra entera parecía compartir esta espera.
El perro salió tras José de la gruta. Apoyado contra su pierna, en vigilante espera, con las orejas tiesas y el rabo tieso. Miraba un punto en el espacio. A veces se volvía hacia José y emitía un breve ruido de comprensión. A pesar del frío, no se quedó cerca de la lumbre. Daba vueltas, parecía que no encontraba acomodo.
Al salir de la gruta, José notó que tampoco dormían los demás animales. El buey respiraba encima del pesebre, pero con los ojos abiertos. El burro también, pese a su gran cansancio del viaje, tenía la cabeza levantada.
De la gruta no salía ningún ruido. Miriam no gritó ni una sola vez, no oyó salir de sus labios ni el más leve quejido. Cuando encendieron la lumbre con Ata y calentaron el agua, yacía sobre el lecho de paja y se cubría los ojos con las manos. Luego pidió:
—José, quieres salir, por favor. Lo que ha de ocurrir, se hará en seguida. Ata se quedará conmigo. Luego te llamaré.
Salió sin mediar palabra. Al dejar la gruta, respiró profundamente. La gruta estaba llena de humo. El fuego no se pudo encender en seguida, porque la madera y la paja estaban húmedas. El humo no salía de la gruta, se pegaba al techo rocoso. Picaba los ojos. Pero a cambio empezó a hacer calor. Afuera, por el contrario, hacía un frío intenso, sobrecogedor.
El tiempo pasaba. Desde la gruta no le llegaba ningún ruido. Reinaba un profundo silencio. Él sabía que un parto puede ser largo, pero no era capaz de alejar sus pensamientos ni por un instante de lo que estaba ocurriendo en la gruta. Se daba cuenta de que estaba aconteciendo algo extraordinario, incomprensible. Mientras viva, pensaba, volveré con el recuerdo a este instante. Lo contaré... ¿A El en particular, quizás?
Pero Aquel que iba a nacer dentro de un momento, ¿que¬rrá algún día prestar atención a una narración ingenua sobre la noche de Su venida al mundo? ¿Y quién será Aquel? ¿Un ser con poder de conocer todo lo que ocurrió antes de Su nacimiento, o un hombre normal que crece despacio, madura, descubre su entorno? El Altísimo podía, claro está, enviarle de modo distinto: inmediatamente lleno de fuerza y de poder. ¿Por qué quería que lo que ha de ser maravilla, empezara en la miseria y en el abandono? ¿O quizás no es más que un momento, un momento de prueba? Quizás esta noche cambie de repente, se transforme en un día radiante, en cuyo esplendor todos reconozcan la gloria del Eterno...
Tenía la mente extraordinariamente clara, el pensamiento trabajaba con agilidad. ¿Qué ocurrirá con ellos —pensaba— cuando todo el mundo» sepa con claridad quién ha nacido? No ambicionaba ser exaltado. Guardaba una muda esperanza de que llegaría un día en que podría volver con Miriam a la normalidad. Le preocupaba que este Niño iba a convertirse en la Espada del Altísimo. Que iba a ser el Vencedor de todas las naciones. Hacía siglos que se esperaba al mesías... Desde hacía siglos se rogaba para que vinie¬ra. Y él también había esperado y rezado. Vivía con el sueño de que el mundo entero reconocería al Anunciado. Y sin embargo deseaba con toda el alma que este Anunciado no viniera envuelto en fuego de victorias cruentas, aunque tantos desearan estas victorias.
En los recuerdos de José no habían guerras. La paz reinaba en el país hacía tiempo. ¡Una paz excepcionalmente larga! La aseguraron los romanos, y también Herodes —el ejecutor fiel de la voluntad de los romanos— velaba por ella. Es verdad que asesinaba, pero solo en el círculo de su entorno. Y sin embargo en el recuerdo de la gente permanecía viva la memoria de las luchas, de los asedios, de las matanzas, de los bosques de cruces en los que estaban clavados los acusados de rebelión. La voz de la gente temblaba al recordar aquellos hechos. Así hablaban los mayores. Los jóvenes pensaban de modo distinto. Los fariseos también se quejaban de esta paz. Aseguraban que ocultaba muchos crímenes.
¿Quedará esta paz destruida por este Niño? ¿El Altísimo prefería la lucha y las victorias cruentas? ¿Quería el bien solo para ellos, para el pueblo escogido? Y sin embargo ha sido esta extranjera la única que les había prestado ayuda, mientras que los suyos se habían negado a ello. Y esto había ocurrido más de una vez, tal como lo atestiguaban los libros santos.
No me preocuparía por este hecho —pensaba él— si en este momento estuviera naciendo mi hijo verdadero. Sabría que sería tal como yo le haría. Pero Él no es mi hijo... Es alguien que manda el Altísimo. Llega para cumplir Su voluntad. José mismo no deseaba hacer otra cosa. Esperaba para oír la llamada del Altísimo. Cuando llegó, la siguió aunque le había exigido renunciar a la muchacha que había encon¬trado, y al hijo de sus sueños. No lo entiendo —pensaba— pero puesto que Él lo exige...
Se apoyó con todo el cuerpo contra la roca, cerró los ojos. Alrededor seguía reinando el mismo silencio, como impregnado de expectación anhelante. El perro ladró. Abrió de nuevo los ojos. Parpadeó fuertemente. Era como si le hubiese herido el resplandor del sol. Pero no hacía sol. La noche no dejó de ser noche. Aunque se había vuelto más luminosa que antes. El resplandor que salía antes de las es¬trellas parecía ahora brotar de todas partes, como irradia¬do por la tierra, los montes, las plantas. Todo alrededor pa¬recía arder. Sintió que estaba rodeado del perfume de las flores. No las había antes. Ahora divisaba campos enteros de flores. Mirara donde mirara se abrían grandes cálices blancos...
A su espalda oyó la voz de Ata:
— ¡Oh José alégrate! ¡Alégrate mucho! Es varón. Tienes un hijo. Ha nacido sin problemas. Qué hermoso es. Tu esposa te llama...
¿Le había parecido solamente que en la palabra «esposa» había un deje de extraordinario respeto? Entró corriendo en la gruta. El fuego seguía humeando, el humo seguía picando los ojos. A través del humo, como a través de la niebla, vio a Miriam inclinada sobre el pesebre. Era allí, bajo las cabezas inclinadas de los animales donde depositó al Recién Nacido. Se inclinó. Sobre la paja yacía el Niño. Un Niño como los demás niños. Tenía los párpados cerrados como si hiciera un esfuerzo para no mirar, y la boquita pequeña entreabierta como si buscara algo. No se diferenciaba de los niños recién nacidos que había visto. Las pequeñas manitas azuladas, con el puño cerrado, no se extendían para coger la espada. Era pequeño y débil. Necesitaba protección. El buey y el asno miraban al Niño desde arriba con una especie de expresión comprensiva en el hocico. El perro se empinó y lamió la manita levantada.
José puso las manos bajo el Niño y lo levantó. Era muy ligero, parecía que no pesaba más que los trapitos que le envolvían. La costumbre requería que el padre levantara al niño y lo pusiera en su regazo.
—Mírale, José —susurró Miriam—. Qué bonito es.
—El más bonito —reconoció él.
—Se llamará Jesús... ¿Lo permites verdad?
—Se llamará como quieras tú.
—Nuestro Jesús —musitaba ella—, nuestro Hijo...
José puso las manos bajo el Niño y lo levantó. Era muy ligero, parecía que no pesaba más que los trapitos que le envolvían. La costumbre antigua requería que el padre levantara al niño y lo pusiera en su regazo. La mirada sonriente de Miriam expresaba su deseo. Hizo el gesto tradicional y, cuando miraba al Bebé colocado en su regazo, experimentó unas sensaciones extrañas. Casi un instante antes se había rebelado contra el Recién Nacido. Ahora se avergonzaba de aquellos pensamientos. El que había nacido no era un gigante dispuesto para la lucha. Entre sus manos sentía el cuerpo delicado, frágil. Las manitas del Niño se agitaban con un movimiento inseguro de recién nacido. De repente, abrió los ojitos cerrados. José vio el iris oscuro y la córnea azulada. Miró interrogante esos ojos, pero el Niño, como cualquier recién nacido, se fijaba en un punto en el espacio. Movía continuamente la boquita.
Se levantó de nuevo y volvió a colocarlo en el pesebre. Miriam lo arropó con un trozo arrancado de su túnica. No tenían nada para vestir al Niño. ¡Confiaban tanto en obtenerlo todo de las mujeres de los hermanos de José!
Tímidamente, lleno de una nueva ternura, tocó la cabeza de Miriam inclinada sobre el pesebre.
—Ahora —le dijo él— tienes que descansar, dormir. Él quiere dormir. Ata estará vigilando y yo no me alejaré. Puedes estar tranquila, no cerraré los ojos. Estaré velando.
—Ya sé que estarás velando —susurró ella.
—Duerme entonces.
—Dormiré —ya estaba posando la cabeza sobre la paja, cuando preguntó: —¿Lo amarás?
—¿Podría no quererle?
—Tienes razón ¡No podrías! Ni tú ni nadie... Pero tú —tocó con el dedo el pecho de José— has de ser el padre. Es nuestro Jesús...
Volvió a sonreír de nuevo y luego cerró los ojos. Un poco más tarde estaba durmiendo. José se sentó al lado del pesebre. Con la cabeza apoyada en la mano miraba al Niño dormido. El humo seguía picando los ojos. El perro se recostó a sus pies. En el silencio se oía la respiración de las personas y de los animales. A veces el fuego crujía.
JAN DOBRACZYNSKI