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I. El temor servil y el santo temor de Dios. Consecuencias de este don en el alma.
Dice Santa Teresa que ante tantas tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el Señor nos otorga dos remedios: «amor y temor». «El amor nos hará apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando a dónde ponemos los pies para no caer».
Pero no todo temor es bueno. Existe el temor mundano, propio de quienes temen sobre todo el mal físico o las desventajas sociales que pueden afectarles en esta vida. Huyen de las incomodidades de aquí abajo, mostrándose dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana puede causarles alguna contrariedad. De ese temor se originan los «respetos humanos», y es fuente de incontables capitulaciones y el origen de la misma infidelidad.
Es muy diferente el llamado temor servil, que aparta del pecado por miedo a las penas del infierno o por cualquier otro motivo interesado de orden sobrenatural. Es un temor bueno, pues para muchos que están alejados de Dios puede ser el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor. No debe ser éste el motivo principal del cristiano, pero en muchos casos será una gran defensa contra la tentación y los atractivos con que se reviste el mal.
El que teme no es perfecto en la caridad -nos dejó escrito el Apóstol San Juan-, porque el cristiano verdadero se mueve por amor y está hecho para amar. El santo temor de Dios, don del Espíritu Santo, es el que reposó, con los demás dones, en el Alma santísima de Cristo, el que llenó también a la Santísima Virgen; el que tuvieron las almas santas, el que permanece para siempre en el Cielo y lleva a los bienaventurados, junto a los ángeles, a dar una alabanza continua a la Santísima Trinidad. Santo Tomás enseña que este don es consecuencia del don de sabiduría y como su manifestación externa.
Este temor filial, propio de hijos que se sienten amparados por su Padre, a quien no desean ofender, tiene dos efectos principales. El más importante, puesto que es el único que se dio en Cristo y en la Santísima Virgen, es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo sentido de lo sagrado y una complacencia sin límites en su bondad de Padre. En virtud de este don las almas santas han reconocido su nada delante de Dios. También nosotros podemos repetir con frecuencia, reconociendo nuestra nulidad, y quizá a modo de jaculatoria, aquello que con tanta frecuencia repetía el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!, a la vez que reconocía la grandeza inconmensurable de sentirse y de ser hijo de Dios. Durante la vida terrena, se da otro efecto de este don: un gran horror al pecado y, si se tiene la desgracia de cometerlo, una vivísima contrición. Con la luz de la fe, esclarecida por los resplandores de los demás dones, el alma comprende algo de la trascendencia de Dios, de la distancia infinita y del abismo que abre el pecado entre el hombre y Dios.
El don de temor nos ilumina para entender que «en la raíz de los males morales que dividen y desgarran la sociedad está el pecado». Y el donde temor nos lleva a aborrecer también el pecado venial deliberado, a reaccionar con energía contra los primeros síntomas de la tibieza, la dejadez o el aburguesamiento. En determinadas ocasiones de nuestra vida quizá nos veamos necesitados de repetir con energía, como una oración urgente: «¡No quiero tibieza!: "confige timore tuo carnes meas!" -¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar!».
F.F. CARVAJAL