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25 abril 2026

MARÍA. EL VALOR DE UNA LÁGRIMA

EL VALOR DE UNA LÁGRIMA

Pero ahora hemos de centrar nuestra atención en ese modo sublime de corredimir que tiene la Madre de Dios junto a la Cruz. Parece que no hace nada; sin embargo, está allí de un modo activísimo. Cada una de sus lágrimas goza de un valor incalculable, que vale la pena ponderar hasta donde nos sea permitido en tan breve espacio y con tan limitada inteligencia. Es sólo un apunte, para que cada uno complete en su meditación el tratado.
Si la malicia del pecado es siempre infinita, por serlo la dignidad de Dios ofendido, también ha de ser en cierto modo infinita una lágrima derramada por el amor al gran Amor crucificado. Es lógico que sea así, por pequeña que sea la criatura, si es Dios quien la otorga y Dios quien la recibe.
Qué bueno, qué grande, qué humilde es Dios que —hecho Hombre— se clava en una Cruz para que sus criaturas podamos llorar por El, y limpiar con su Sangre y nuestras lágrimas, nuestros pecados.
Esto es impresionante: la criatura compa¬dece a su Creador. Quien primero y mejor ha hecho esto es María Santísima. Y «si vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión de Cristo que hacer una peregrinación a Jerusalén y ayunar durante un año a pan y agua» ¿qué no valdrán aquellas lágrimas abundantes de la Virgen junto a la Cruz?
Cuando las lágrimas del dolor son mansas, serenas, discretas, mesuradas, entonces siempre son bellas: abrigan la convicción verdadera de que no todo ha de caer al fin en la nada; están llenas de esperanza; son invocación, súplica al Todopoderoso, atento siempre al dolor humano, que El también —¡tan bien!— conoció en su Carne; son lágrimas limpias que purifican el alma que escucha el eco de la palabra de Cristo:
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados»
Pues bien, cuando es de amor el dolor —o la alegría— de una lágrima, nos hallamos ante la más preciosa perla del sentimiento. Y si es divino el amor del que mana, entonces una lágrima sola supera la dimensión temporal, la condición efímera de los acontecimientos y las cosas, y toca ya, con el vértice del alma que la destila, la eternidad. En ella se adensa —con el dolor o la alegría— el Amor.
Así son las lágrimas de la Madre de Dios. Bendito aquel suelo, o aquel pañuelo que supo acogerlas. ¡Quién pudiera! Bendita aquella tierra en la que quizá se fundieron la Sangre de Dios y las lágrimas de su Madre. ¡Quién pudiera besarla!
Pero ahora mismo, aquí mismo, podemos también nosotros derramar una lágrima en memoria de la Pasión de Cristo: una lágrima grande, oculta en el corazón, semejante a las de nuestra Madre.
Nosotros tenemos motivos análogos para llorar, y otros. Porque la causa de aquellas lágrimas —del dolor de Jesús— son nuestros pecados. Hemos de aprender a llorar en nuestros adentros, ante la Cruz. Dante aseguraba que una lacrimetta, una lagrimilla basta para salvar un alma. Con mayor autoridad, dice lo mismo el Crisóstomo: «un suspiro que exhales, una lágrima que derrames, El lo arrebata al instante para tener un pretexto de salvarte». Es aquel punto de contrición que puede dar a un alma la salvación por toda la eternidad.
Llorar, con esas lágrimas que destila el alma cuando hay amor y hubo ofensas, es dignidad del hombre y debilidad de Dios. Cualquier impureza que en el alma se pose, si sabe ésta rodearla de una lágrima, se transforma en perla, cuyo valor se cifra en la densidad del amor que haya en el alma, en la lágrima.
«¿Lloras? No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho.
»Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual».
Como David; como Pedro, que flevit amare lloró con lágrimas abundantes llenas de contrición.
Si son sinceras las lágrimas del corazón, ocurrirá una cosa estupenda: nos moverán a las obras de penitencia, y estaremos salvados, seremos santos. Pero si no somos capaces de conmovernos ante un crucifijo, entonces hemos de comprender que nuestro amor es exiguo. Y si no hemos meditado sobre lo acontecido en el Calvario, sucede lo mismo, porque, dice con verdad un santo, «el amor que no nace de la Pasión es un amor casi nulo».
Cierto que cabe un amor natural de la criatura al Creador. Pero, en el mejor de los casos, el amor que puede suscitar en el hombre el reconocimiento de su condición creatural es «casi nulo» si se compara con el que puede y debe nacer del conocimiento de Dios Redentor, humillado hasta el extremo de la Cruz. Quien no haya derramado aún una sola lágrima en memoria de la Pasión de Cristo, no ha comprendido todavía la magnitud de la misericordia, de la generosidad divina; apenas ha rozado su superficie. Sin sentimentalismos estériles, hay que aprender a conmoverse ante un crucifijo; si es preciso, cogiéndolo con las dos ma¬nos, poniendo en él la atención de todas nuestras potencias, entendimiento, voluntad, imaginación, etc., hasta que el alma reaccione.
Y cuando ya detestamos con todas nuestras fuerzas los pecados cometidos —los nuestros y los del mundo entero—, con un propósito firme de no incurrir más en ellos y de andar sobre las huellas del Señor, entonces podemos afir¬mar que hemos llorado como conviene. Acudiremos al sacramento de la penitencia, y habre¬mos purificado nuestras miserias, ganado en humildad y encendido el amor. Y una alegría nueva, quizá insospechada, nos habrá inundado el pecho. En adelante, una luz más poderosa iluminará nuestro caminar por la senda del Amor.
Para alcanzar esa auténtica conversión que necesitamos tanto, y ahondar en ella cada día, nada mejor que acudir a la Virgen Santa; situarse con Ella en la cima del Calvario; escuchar el latido de su Corazón dulcísimo, y el sordo jadear de Cristo que muere; ver cómo la Sangre se derrama sobre el leño y empapa la tierra; advertir las resonancias que todo ello produce en el alma de la Virgen Madre; mirar sus lágrimas... y bañarnos en ellas. Saldremos purificados, sensibles al dolor de Dios.
Que no pase un día sin derramar siquiera una lágrima en memoria de la Pasión de Cristo. La contemplación de los misterios dolorosos del Santo Rosario nos ofrece ocasión oportuna cada día.
ANTONIO OROZCO