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«Tengo compasión de esta gente»: buscar la propia santidad y la de los demás
«Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11, 24). Con esta petición, Cristo ha mandado a los Apóstoles que lo entreguen a los demás: que medien entre Él y los otros. Esas palabras suyas, instituyendo el sacerdocio, refuerzan la condición de enviados a anunciar la Buena Nueva.
Jesús quiere que el amor y la devoción -que definen la relación personal entre el Sumo Sacerdote y sus ministros- se propaguen a otras personas a través de la comunión con su Cuerpo y con su Sangre, que los sacerdotes distribuyen a los demás; como aquella tarde en el monte, cuando se compadeció ante el hambre de los que le seguían durante tres días y no contaban ya con ningún alimento. «Me da lástima esta gente.
..» (Mt 15, 32; Mc 8, 2), comentó a los Apóstoles. Al movimiento compasivo de su corazón humano se añadió inmediatamente la manifestación omnipotente de su ser divino, con la multiplicación de los panes en las manos de los discípulos, para alimentar a aquella multitud necesitada, tras haber curado sus enfermos y haberles instruido sobre muchas cosas.
«Haced esto en memoria mía». Cristo está también pidiendo a los suyos que le imiten y que le sigan en su misión salvadora; que se conviertan verdaderamente en pescadores de hombres. Con ese mandato, les reclama un amor más generoso y abundante, que desborde hacia otros. Les exige que se conviertan en pescadores, en su nombre; y también que, como anzuelos suyos, traten a todos, acerquen hasta El a quienes están lejos, a quienes no le vieron. Jesús les ruega que medien no sólo con la palabra, con la facultad de operar milagros y de expulsar demonios; que medien sobre todo con el poder sobre su Cuerpo y su Sangre y, además, con el dominio sobre sí mismos para servir con generosidad; que medien con su propia vida a fuerza de participar en la Vida suya.
Este mandato se extiende a todos los discípulos, aunque no posean el poder de consagrar su Cuerpo y su Sangre, porque cada uno está llamado a participar del sacramento de su sacrificio: a todos les ofrece la posibilidad de comulgar y de recibir aquel amor que abrasaba el corazón de Jesucristo y lo encendía en deseos de inmolarse, de enseñar a los hombres la verdad sobre Dios y sobre sí mismos; es decir, la verdad de su propia Filiación, la verdad de la filiación que en Él y por El reciben los que acogen su testimonio.
La fe es respuesta del hombre a Dios que convoca a la comunión viva con Él; es también respuesta a Dios que envía, porque todas las vocaciones divinas implican siempre una misión. Abraham, Moisés, los profetas, María, los Apóstoles...: al responder con fe a la invitación divina, obedecían a Dios que les confiaba un encargo que cumplir. Prestar el asentimiento de la fe significa acoger la Palabra de Dios, creadora y principio de vida, redentora y principio de salvación; recibirla, implica la gracia de participar en su eficacia vivificante, en su misión salvadora (cfr. Hb 4, 12; Is 55, 10-11). La respuesta de fe sobrenatural se traduce en aceptar los proyectos de Dios y colaborar con sus designios.
Por eso, el verdadero discípulo, el que lo es sin hipocresías ni fracturas en su actuación, es también apóstol. Recibe el título quien acoge las enseñanzas del Maestro, cree en Él, le sigue, se conforma con su modo de vivir; apóstol es el enviado, el que representa a quien le envía, actúa en su nombre, hace sus veces. Quien de verdad cree en Jesús y le acompaña, no puede no darlo a conocer con su vida y sus palabras: si se configura con el modo de actuar del Maestro, necesariamente ofrecerá el testimonio efectivo de su muerte y resurrección, conduciéndose también él -con la ayuda de la gracia- como muerto al pecado y renacido a nueva vida (cfr. Rm 6, 1-11). La fe teologal implica la exigencia de buscar la propia perfección en Cristo y de ayudar a la santificación de los demás.
Filiación divina y anuncio de Cristo: «estar en las cosas del Padre»
Considerando esta estupenda realidad desde otra perspectiva, comprendernos que quien se sabe hijo de Dios porque acoge la Palabra encarnada, de algún modo se ha convertido también en palabra de Dios dirigida a los hombres. Santiago escribe con entusiasmo: «Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas» (St 1, 18). Primicias: los primeros de una serie. Nuestra vocación de hijos en el Hijo está intrínseca e inseparablemente unida a nuestra misión de heraldos de la Palabra ante la humanidad entera, para que todas las personas alcancen una viva conciencia de la llamada a participar, como hijos, en la intimidad divina.
Con esta perspectiva, se entiende bien que sólo la fe viva es principio de acción apostólica verdadera y eficaz. Si la Palabra está muerta en el propio corazón, no existe la posibilidad de sembrarla en otras almas. Hablaremos de Dios en la medida que hablemos con Dios, pues siempre daremos lo que tengamos: «De lo que rebosa el corazón, habla la boca» (Mt 12, 34). La fe muerta no produce fruto, la fe sin obras no transmite nada: no propone un testimonio con obras de amor, y entonces las palabras sobre Jesús son címbalo que retiñe (cfr. 1 Cor 13, 1). Lo ha dicho Él explícitamente: «Permaneced en mí y Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es echado fuera como los sarmientos y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos» (Jn 15, 4-8). Esta indicación del Maestro reviste gran importancia a la hora de plantear los proyectos apostólicos, pues asegura que traigan fruto y lo traigan en abundancia.
San Josemaría lo expresaba con estas palabras: «El apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo.
»Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional (...). El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual» (Es Cristo que pasa, n. 122).
Toda esta verdad, con su riquísimo contenido, la aprendemos del Hijo de Dios hecho hombre. Jesús, a los doce años, respondió a María y a José, cuando le comentaron que se había quedado en Jerusalén sin advertirlos, de esta forma: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que Yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Las cosas de Dios Padre son la salvación de las almas, observa Orígenes (Orígenes, Homilías sobre el Evangelio de San Lucas, XX, 1-4).
La madurez cristiana se demuestra en «estar en las cosas del Padre», en aquello que atañe a la salvación eterna nuestra y de los demás, quitando del lugar preferente -como si fuera el fin- la preocupación por el propio yo, por lo que comeremos o beberemos, por cómo nos vestiremos, por lo que haremos mañana o después, por el triunfo profesional, por la salud..., y buscando «primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).
Veíamos antes que nuestra autenticidad de hijos de Dios se mide por la calidad de nuestro sacrificio unido a Cristo, por nuestra participación en su sacerdocio singular y único. Ahora advertimos que la madurez de nuestra filiación divina, también se valora por la solidez de nuestro testimonio sobre Cristo ante los hombres, con palabras y obras. El sentido de este don divino se traduce en celo apostólico, en esa «chifladura divina de apóstol», como la describía san Josemaría, que «tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer» (Camino, n. 934): es decir, tomar conciencia de que nuestro paso por la tierra es tiempo para colaborar con el Hijo de Dios, a fin de que todos lleguen a conocer plenamente la verdad (cfr. 1 Tm 2, 4).
JAVIER ECHEVARRÍA