-
I. Sin la gracia santificante para nada serviríamos.
En el Evangelio de la Misa nos sitúa hoy el Señor en la realidad de nuestra vida. Si uno de vosotros dice Jesús tuviera un siervo que anda guardando el ganado o en la labranza, no le dirá cuando llegue a casa: entra enseguida y siéntate a la mesa. Por el contrario, primero el siervo servirá a su señor, y él cenará más tarde. Tampoco el siervo, en las condiciones de aquella época, esperaba agradecimiento por su trabajo: ha hecho lo que debía. De la misma manera dice Jesús, vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer.
Jesús no aprueba la conducta del señor, quizá abusiva y arbitraria, sino que se sirve de una realidad de su tiempo conocida por todos para ilustrar cuál debe ser la actitud de la criatura en relación al Creador. Desde nuestra llegada a este mundo hasta la vida eterna a la que hemos sido destinados, todo procede del Señor como un inmenso regalo. Por tanto, comenta San Ambrosio, «no te creas más de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios debes reconocer, sí, la gracia, pero no debes echar en olvido tu naturaleza , ni te envanezcas de haber servido con fidelidad, ya que ése era tu deber. El sol realiza su labor, obedece la luna, los ángeles también le sirven». ¿No le vamos a servir igualmente nosotros con la inteligencia y la voluntad, con todo nuestro ser?
No debemos olvidar que hemos sido elevados, gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra parte, a la dignidad de hijos de Dios, pero por nosotros mismos no sólo somos siervos, sino siervos inútiles, incapaces de llevar a cabo lo que nuestro Padre nos ha encargado, si Él no nos da su ayuda. La gracia divina es lo único que puede potenciar nuestros talentos humanos para trabajar por Cristo, para ser sus colaboradores, y para hacer obras meritorias. Nuestra capacidad no guarda relación con los frutos sobrenaturales que buscamos. Sin la gracia santificante para nada serviríamos. Somos lo que «el pincel en manos del artista». Las obras grandes que Dios quiere realizar con nuestra vida han de atribuirse al Artista, no al pincel. La gloria del cuadro pertenece al pintor; el pincel, si tuviera vida propia, tendría la dicha inmensa de haber colaborado con un maestro tan grande, pero no tendría sentido que se apropiara el mérito.
Si somos humildes «andar en verdad» es ser conscientes de que somos siervos inútiles nos sentiremos impulsados a pedir la gracia necesaria para cada obra que realicemos. Otra consecuencia práctica que podemos sacar de esta enseñanza que nos da Jesús es la de rechazar siempre cualquier alabanza que nos hagan al menos en nuestro corazón y dirigirla al Señor, pues cualquier cosa buena que haya salido de nuestras manos hemos de atribuirla en primer lugar a Dios, que «puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o de un poco de barro para devolver la vista a los ciegos». Somos el barro que da la vista a los ciegos, la vara que hace brotar una fuente en medio del desierto..., pero es Cristo el verdadero autor de estas maravillas. ¿Qué haría el barro por sí mismo...? Sólo manchar.
F.F. CARVAJAL