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Conocimiento de Dios y conocimiento de sí
La oración, camino de amor, Jacques Philippe
Uno de los frutos de la oración es la entrada progresiva en el conocimiento de Dios y en el de uno mismo. Habría mucho que decir de este asunto, y existe una rica tradición en esto entre los autores espirituales. No podré tratar el tema sino brevemente. La oración nos introduce poco a poco en un verdadero conocimiento de Dios. No el de un Dios abstracto, lejano, el «gran relojero» de Voltaire, o el Dios de los filósofos o de los sabios. Tampoco el de una cierta teología fría y cerebral. Sino en el del Dios vivo y verdadero, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. El Dios que habla al corazón, según la expresión de Pascal. No un Dios del que nos contentamos con algunas ideas heredadas de nuestra educación o nuestra cultura, o incluso un Dios que sería el producto de nuestras proyecciones psicológicas, sino el Dios verdadero.
La oración nos permite pasar de nuestras ideas sobre Dios, de nuestras representaciones (siempre falsas o demasiado estrechas) a una experiencia de Dios. Es algo bien distinto. En el libro de Job se encuentra esta bella expresión: Solo de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos (Jb 42, 5).
El objeto principal de esta revelación personal de Dios, fruto esencial de la oración, es que le conozcamos en cuanto Padre. Por Jesucristo, en la luz del Espíritu, Dios se revela como Padre. El pasaje de Lucas que hemos citado más arriba, en que Jesús exulta de alegría por la revelación escondida a los sabios e inteligentes y manifestada a los pequeños, prosigue con estas palabras: Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Está bien claro que el objeto de esta revelación es el misterio de Dios como Padre. Dios como fuente inagotable de vida, como Origen, como don sin término, como generosidad, y Dios como bondad, ternura, misericordia infinitas. El precioso pasaje del libro de Jeremías en el capítulo 31, que anuncia la Nueva Alianza, se termina con estas palabras: Esta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días –oráculo del Señor–: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñar el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced al Señor”, pues todos ellos me conocerán, desde el menor al mayor –oráculo del Señor–, porque habré perdonado su culpa y no me acordaré más de su pecado.
Este texto asocia de manera muy bella el conocimiento de Dios, concedido a todos, con la efusión de su misericordia, de su perdón.
Dios es conocido en su grandeza, su trascendencia, su majestad y su poder infinitos, pero al mismo tiempo en su ternura, su proximidad, su dulzura, su inagotable misericordia. Conocimiento que no es un saber sino una experiencia viva de todo el ser.
JACQUES PHILIPPE