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3 octubre 2026

LA RAZON DE LA ALEGRIA

I. Abiertos a la alegría.

El Evangelio de la Misa resalta la alegría de los setenta y dos discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes la llegada del Reino de Dios. Con toda sencillez le dicen a Jesús: hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El Maestro participa también de este gozo: Veía a Satanás caer como un rayo. Pero a continuación les advierte: Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño. Sin embargo les previene , no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad contentos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo.
Jesús pronunciaría estas palabras lleno de un gozo radiante, comunicativo, externo. Enseguida estalló en un canto de júbilo y de agradecimiento: En aquel mismo momento se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito.
Los discípulos recordarían siempre aquel momento con todas las circunstancias que lo rodearon: sus confidencias al Maestro, relatándole sus primeras experiencias apostólicas; su dicha al sentirse instrumentos del Salvador; el rostro resplandeciente de Jesús; su canto de júbilo y de agradecimiento a su Padre celestial... y aquellas palabras inolvidables: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor.
Aquí en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo nos acerca a la felicidad verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y, a la vez, el gozo del cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer las alegrías naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro camino: «la alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales». Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar a luz a un niño...
El discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado», distanciado de lo humano, como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes conviven con nosotros, nos han de notar cada vez más abiertos, con más capacidad para hacernos cargo de esas pequeñas alegrías nobles y limpias que Dios pone en nuestro camino para hacerlo más suave. Esta disposición estable supondrá en muchos momentos sacrificio y mortificación para vencer otros estados de ánimo o de cansancio.
F.F. CARVAJAL