Página inicio

-

Agenda

28 octubre 2026

JOSE. Muerte de Judas el Galileo

Muerte de Judas el Galileo

Ya estaban de nuevo recorriendo el camino conocido, que evitaba la Samaría. Jericó seguía todavía en ruinas desdé los tiempos en que la ciudad cayó en manos de Simón, un esclavo de la corte de Herodes que, al mando de una banda de bandoleros de Perea, trató de proclamarse rey. A lo largo de todo el camino tropezaban con ruinas y huellas de incendios. Pero había vuelto la paz y la gente trajinaba en la reconstrucción de las viviendas destruidas por el fuego y en la repoblación de árboles para sustituir los abatidos. En las carreteras imperaba la seguridad que proporcionaba la presencia de los Romanos. Todo bandolero capturado era inmediatamente crucificado. El terrible, el más cruel de los castigos, reapareció en Judea. Aplicado en tiempo de las guerras asmoneas, pasó más tarde al olvido casi absoluto. Herodes empezó a crucificar de nuevo. Más tarde esta forma de castigo fue aplicada por los soldados romanos. Las numerosas ejecuciones provocaron la destrucción de los árboles tan escasos en el país. Se contaba que el Gobernador de Judea, recién nombrado, recibió una petición para abolir el castigo de la crucifixión.
Cruzaron el Jordán y caminaron durante dos jornadas por la carretera trazada entre la hondonada del ghor y los montes pelados de Perea. Luego volvieron a cruzar por segunda vez el río entre Pella y Scitópolis. Ahora estaban en territorio de la Galilea, que formaba actualmente una tetrarquía autónoma. Aquí también tropezaban con ruinas por doquier. Eran recientes. Las luchas con los rebeldes habían tenido lugar unos días antes. La pequeña ciudad de Naím humeaba todavía cuando la atravesaron. Los que regresaban a sus casas destruidas contaban que cuatro días antes había tenido lugar en las afueras de la ciudad una batalla sangrienta entre Romanos y soldados del Tetrarca Antipas contra los sublevados mandados por Judas de Gamala. Los insurrectos fueron cercados y aniquilados. Los que no habían perecido fueron crucificados por los soldados.
La prueba de ello la tuvieron al subir a la extensa loma montañosa entre Nazaret y Séforis. A lo largo de la carretera había como una columnata de cruces. En ellas estaban colgados los rebeldes apresados. Encima de los cuerpos distorsionados por la tortura se cernían nubes de pájaros. Los pájaros se posaban sobre los brazos de las cruces y las cabezas de los condenados. Sacaban los ojos, desgarraban los cuerpos a picotazos. Por la noche los chacales se acercaban a las cruces y saltaban sobre los despojos, ya que muchos cuerpos tenían las piernas y el vientre destrozados.
Sobre la carretera flotaba un hedor de cuerpos en descomposición. En la mayoría de los casos eran cadáveres los que colgaban. Pero de vez en cuando un cuerpo se contorsionaba con un movimiento de reptil, deslizándose por la cruz hacia arriba, hacia abajo. Alrededor pululaban nubes de moscas con un zumbido ensordecedor.
De cuando en cuando, al pie de una cruz una mujer ahuyentaba con un palo a los pájaros que devoraban el cuerpo. Por la carretera pasaban patrullas de soldados romanos. Los soldados no echaban a las mujeres. Miraban indiferentes a los crucificados y se limitaban a alentar a los caballos, para alejarse cuanto antes de los despojos putrefacto.
En el montículo, allí donde se bifurcaba la carretera bajando por un lado hacia Séforis y por el otro hacia Nazaret, colgado en una cruz más alta que las demás había un hombre y, sobre su cabeza, una tablilla con una inscripción. Afectados por el espectáculo monstruoso que se ofrecía a sus ojos, trataron de cruzar cuanto antes el bosque de cruces, sin embargo aquí se detuvieron. El hombre colgado debía de acabar de morir. Tenía todavía sangre fresca sobre el cuerpo. Estaba todavía bañado de sudor. La cabeza muy caída, la boca muy abierta como en un grito. Los músculos tensos, petrificados en un último esfuerzo. La tablilla colgada encima de su cabeza lleva escrito: «Judas de Gamala, mesías de los Judíos».
José ahuyentó de un manotazo a un pájaro que se había posado en el brazo del ajusticiado y estirando su largo cuello desprovisto de plumas intentaba alcanzar el ojo con su pico. Sin esta inscripción no hubiera reconocido a Judas. Miraba horrorizado el cuerpo retorcido y desfigurado por el tormento. No parecía aquel hombre rebosante de fuerza y de confianza, que le exhortaba en otros tiempos a ser uno de sus partidarios.
—¡Oh Adonai! —oyó un murmullo a su lado—. Cuánto debe de haber sufrido este infeliz... Deberíamos hacer una ofrenda por él, como hacía Judas Macabeo por sus soldados...
Esto lo había dicho Miriam. Ya había visto antes, cuando pasaban al lado de la columnata de cruces, que las lágrimas le corrían por las mejillas y sus labios se movían en una oración silenciosa. Pero la vista de este cuerpo parecía haberla llenado de un dolor aún mayor que la vista de los demás. Los labios le temblaban dolorosamente, las lágrimas le caían dejando un reguero brillante.
Quiso decir él algo tranquilizador, pero le faltaron las palabras. Mirando este cuerpo torturado, pensaba que el mundo en el que unos hombres son capaces de inferir se¬mejantes sufrimientos a los demás, es un mundo de locos. Hay que huir de él o aceptar sus horribles leyes. No había otra salida para el hombre, el hombre no podía cambiar esas leyes. Ningún mesías humano podría conseguirlo... Todos tendrían el mismo fin...
Los ojos de José se alejaron del cuerpo ensangrentado y se dirigieron al Muchacho que estaba al lado. Jesús miraba al crucificado con detenimiento. Su mirada parecía resbalar lentamente como por unos peldaños, desde la tablilla encima de la cabeza caída, hasta las muñecas atravesadas por los clavos, desde el pecho hinchado, hasta el vientre tenso, hasta los pies clavados. Se podría pensar que el Muchacho deseaba ver cada detalle de la ejecución para conservarlo en la memoria. A José le pareció percibir terror en esta mirada; pero también un algo de voluntad inflexible...
¿Quién era El realmente —se hizo esta pregunta—; El, que le llamaba abba? Si ha de ser un mesías humano más, como aquel que cuelga de una cruz, entonces le espera una derrota inevitable. Nada le liberará de ella. ¿Será distinto el verdadero Mesías de aquellos que usurpaban su nombre? Todo esto tuvo un inicio milagroso. Pero ahora la vida proseguía como siempre, normalmente... Todo era demasiado complicado de entender. Ya hacía tiempo que desconfiaba de la posibilidad de comprender los misterios que le habían encargado ocultar. Sentía únicamente que estaba indisolublemente ligado a estos misterios. No solo por el hecho de haber sido llamado. Lentamente había comprendido que deseaba ser lo que le habían pedido ser. No sabía si su papel era o no importante; pero era un papel al que no estaba dispuesto a renunciar por ningún precio. Sea cual sea el peligro que pudiera implicar... Este cuerpo me produce terror —pensaba mirando la cruz—. Pero aunque tenga que pagar este precio lo pagaré para que mi Hijo sea el verdadero Mesías! ¡Aunque temo este dolor con cada partícula de mi cuerpo, que así sea!
JAN DOBRACZYNSKI