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I. Los bienes temporales y la esperanza sobrenatural.
Se acercó uno al Señor para pedirle que interviniera en un asunto de herencias. Por las palabras de Jesús, parece que este hombre estaba más preocupado por aquel problema de bienes materiales que atento a la predicación del Maestro. La cuestión planteada, ante el Mesías que les habla del Reino de Dios, da la impresión de ser al menos inoportuna. Jesús le responderá: Hombre, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? A continuación, aprovecha la ocasión para advertir a todos: Estad alerta y guardaos de toda avaricia, porque, aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de aquello que posee. Y para que quedara bien clara su doctrina les expuso una parábola. Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha, hasta tal punto que no cabía en los graneros. Entonces, el propietario pensó que sus días malos se habían acabado y que tenía segura su existencia. Decidió destruir los graneros y edificar otros más grandes, que pudieran almacenar aquella abundancia. Su horizonte terminaba en esto; se reducía a descansar, comer, beber y pasarlo bien, puesto que la vida se había mostrado generosa con él. Se olvidó ¡como tantos hombres! de unos datos fundamentales: la inseguridad de la existencia aquí en la tierra y su brevedad. Puso su esperanza en estas cosas pasajeras y se olvidó de que todos estamos en camino hacia el Cielo.
Dios se presentó de improviso en la vida de este rico labrador que parecía tener todo asegurado, y le dijo: Necio, esta misma noche te reclaman el alma; lo que has preparado, ¿para quién será? Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios.
La necedad de este hombre consistió en haber puesto su esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y pasajero como son los bienes de la tierra, por abundantes que sean. La legítima aspiración de poseer lo necesario para la vida, para la familia y su normal desarrollo no debe confundirse con el afán de tener más a toda costa. Nuestro corazón ha de estar en el Cielo, y la vida es un camino que hemos de recorrer. Si el Señor es nuestra esperanza, sabremos ser felices con muchos bienes o con pocos. «Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento tiene dos sentidos bien distintos. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. Entonces los corazones se endurecen y los espíritus se cierran; los hombres ya no se unen por amistad, sino por interés, que pronto les hace oponerse unos a otros y desunirse. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser, y se opone a su verdadera grandeza. Para las naciones, como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral». El amor desordenado ciega la esperanza en Dios, que se ve entonces como algo lejano y falto de interés. No cometamos esa necedad: no hay tesoro más grande que tener a Cristo.
F.F. CARVAJAL