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I. Abiertos a la misericordia divina.
San Lucas recoge en el Evangelio de la Misa de hoy una fuerte sentencia de Jesús: Todo el que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado. San Marcos añade que esta blasfemia no tendrá perdón jamás; el que la cometa será reo de castigo eterno.
San Mateo sitúa esta sentencia en un contexto que explica mejor las palabras del Señor. Relata este Evangelista que la multitud, asombrada ante tantas maravillas, se preguntaba: ¿No será éste el Hijo de David? Pero los fariseos, ante tantos prodigios que no pueden negar, no quieren rendir sus inteligencias ante esos hechos que todo el mundo conoce; no encuentran otra salida que atribuir al mismo demonio la acción divina de Jesús. Es tal la dureza de su corazón que, con tal de no ceder, están dispuestos a tergiversar radicalmente lo que resulta evidente para todos. Por eso murmuraban: Éste no expulsa los demonios sino por Beelzebul, príncipe de los demonios. En esa cerrazón a la gracia y tergiversación de los hechos sobrenaturales consiste la blasfemia imperdonable contra el Espíritu Santo: en excluir la misma fuente del perdón. Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita; pero para que se otorgue ese perdón divino es necesario reconocer el pecado y creer en el perdón y en la misericordia del Señor, cercano siempre a nuestra vida. La cerrazón de aquellos fariseos impedía que la poderosa acción divina llegara hasta ellos.
Jesús llama a esta actitud pecado contra el Espíritu Santo. Y es imperdonable, no tanto por gravedad y malicia, sino por la disposición interna de la voluntad, que anula toda posibilidad para el arrepentimiento. El que peca así se sitúa, él mismo, fuera del perdón divino.
El Papa Juan Pablo II nos advierte de la extrema gravedad de esta actitud ante la gracia, que lleva consigo una deformación de la conciencia, pues «la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un pretendido "derecho a perseverar en el mal" en cualquier pecado y rechaza la Redención. El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida».
Nosotros le pedimos hoy al Señor una radical sinceridad y una verdadera humildad para reconocer nuestras faltas y pecados, también los veniales, para que no nos acostumbremos a ellos, para ser rápidos en acudir al Señor y que Él nos perdone y deje nuestro corazón sensible a la acción del Espíritu Santo. Pidamos a Nuestra Señora el santo temor de Dios para no perder nunca el sentido del pecado, y la conciencia de los propios errores y flaquezas. «Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad, necesitamos ir a la luz. Y Jesucristo nos ha dicho que Él es la Luz del mundo y que ha venido a curar a los enfermos».
F.F. CARVAJAL